Hubo un tiempo no tan lejano pero ya legendario en que se creaba un aeropuerto, se trazaba una autopista y se levantaba una urbanización con la naturalidad con que dios separó la luz de las tinieblas y las aguas de la tierra firme marcando una frontera infranqueable entre el caos y el orden. Por lo que sabemos, era una operación sencilla, que no exigía al hacedor más esfuerzo que verbalizar la voluntad de hacer lo que quería hacer. El mundo es una creación del abuelito como aquel aeropuerto castellonense es obra de un cacique regional corrupto, y en ambas creaciones se advierten los mismos defectos de fábrica.

La Biblia no lo dice pero hemos de suponer que la creación del mundo fue precedida por una consulta de dios con sus otros dos socios de la santísima trinidad y, a imitación de este trámite, las autopistas, urbanizaciones y aeropuertos se construyen después de una consulta a puerta cerrada entre la institución que ha de dar la licencia y las empresas que ejecutarán la obra, en la que se fijan los costes y circunstancias del empeño. Luego, el pueblo boquiabierto ha de encontrar utilidad a la deslumbrante máquina que se presenta ante sus ojos y proveer de inquilinos a la urbanización, tráfico rodado para la autopista y aviones para el aeropuerto, y no es infrecuente que alguna de estas obras quede desierta y estéril como lo están grandes porciones de este planeta que dios creó.

Hasta aquí una descripción  de la vieja política, esa que, en los momentos más desamparados de la crisis financiera primero y de la pandemia después, nos dijimos que se dejaría atrás en aras a un nuevo modo de hacer las cosas, más racional, más democrático, más atenido a las necesidades reales de la población. Pues bien, ya estamos a la puerta de la tierra prometida y vuelta la mula al trigo. La ampliación del aeropuerto del Prat es lo de siempre: la cubrición de centenares de hectáreas de terreno con  cemento a la espera de que su aridez atraiga riqueza y empleo. En este caso hay algo más porque se suponía, o lo suponían sus promotores, que esta ampliación del aeropuerto era la primera dosis del bálsamo para curar las heridas del contencioso catalán. Para el gobierno central se trata de una acción rutinaria y bien sabida,  soltar pasta para mantener el modelo productivo español  y a las oligarquías que lo gestionan. Para el gobierno catalán es un retorno del peix al cove, la acreditaba fórmula pujoliana de gobernación. El acuerdo fue rápido, previsible y discreto; por primera vez en una década, los conterndientes jugaban en una cancha conocida y con reglas mutuamente aceptadas.

La mala noticia para este apaño es que algo sí parece haber cambiado en la sensibilidad del  país. No se puede iniciar una política verde arrojando cemento sobre las flores. No se puede predicar transparencia y fomentar la opacidad. No se puede engañar a todo el mundo todo el tiempo. Etcétera. Don Sánchez tiene una visión providencialista de sí mismo y parece creer que la navegación sobre las contradicciones le llevará a puerto, el que sea, empujado por los vientos dominantes. En su discurso prevacacional, el presidente prometió a los españoles más vacunas y más fondos europeos. Salud y dinero. Era más un brindis que un programa político pero quién quiere hablar de política en bermudas y chancletas. Relájense y oigan a su espalda el lejano rugido de la oposición, el rumor de las olas.