Estos días de agosto la balsa de la actualidad está colonizada por la noticia de un documental presentado en un festival de cine en Mallorca en el que un viejo medita sobre la estafa que fue su adolescencia. El viejo es un tipo de buena planta y aspecto baqueteado, larga cabellera y barba cenicientas, nariz firme, pómulos prominentes y ojos grandes surcados por una línea triste. El adolescente que evoca es un personaje de ficción, un joven radiante llamado Tadzio creado por el escritor Thomas Mann y llevado al cine por Luchino Visconti en 1971. El viejo y el adolescente tienen en común la mirada retraída y expectante, como de quien espera y a la vez desconfía del mundo que le rodea; en lo demás, el tiempo ha hecho su trabajo.
Nada de esto sería relevante si no fuera porque Tadzio es un icono cinematográfico imperecedero, del rango, digamos, de Holly Golightly de Desayuno con diamantes o Ethan Edwards de Centauros del desierto. Audrey Hepburn y John Wayne fueron actores profesionales cuya biografía está razonablemente documentada, pero Björn Andrésen, elegido entre centenares de adolescentes de varios países para el papel de El chico más bello del mundo, desapareció en la oscuridad apenas se apagaron los focos y Muerte en Venecia cayó del cartel de las salas de estreno. ¿Qué fue de aquel ángel que jugueteaba por la playa del Lido entre señoras emperifolladas para excitar el deseo de un viejo escritor extenuado, que no conseguía sublimar en el arte el apetito de la carne?
Es una pregunta que sin duda se han hecho muchos cinéfilos durante mucho tiempo; entre ellos, este escribidor, que salió deslumbrado del cine tras ver la película de Visconti y cincuenta años después dedicó algunas horas de su ocio de jubilado intentando rastrear en internet el destino de aquel chico que habitó en el cielo durante unas semanas y fue abruptamente devuelto a la tierra, donde, sin oficio ni beneficio, hubo de buscarse la vida, formó una accidentada familia y dio tumbos hasta retornar al mismo ser vulnerable, indeciso y retraído que vimos en la pantalla. Otra vez en manos de cineastas y bajo la lente traicionera del cine.
El documental de Kristina Lindström y Kristian Petri es una composición al gusto de este tiempo. Una mezcla de ajuste de cuentas y de cotilleo cinéfilo: aquí tenéis a Tadzio, medio siglo después. Esto es lo que Visconti y sus oropeles hicieron con aquel chico. La debilidad del proyecto radica en que presenta a Björn como una consecuencia de Tadzio. El viejo es llevado por los escenarios que recorrió el joven y el espectador comprueba que en ambos personajes reina la misma extrañeza por lo que les rodea: ¿qué hago yo aquí reviviendo lo que viví hace tropecientos años?, ¿qué cuentan estos que dicen que me conocieron y que no entendía entonces y no entiendo ahora? Björn Andrésen no es actor y carece de aptitudes para la impostura. Visconti lo percibió de inmediato y las órdenes que daba al adolescente para su papel mudo eran muy simples: anda, párate, vuelve la cabeza, mira a la izquierda. Todo indica que las instrucciones de Lindström y Petri han sido menos lacónicas y más sugestivas: dinos qué piensas, qué sentiste entonces, qué recuerdas de aquella rueda de prensa, etcétera. Pero el resultado es el mismo. Extrañeza y retraimiento. Björn y Tadzio son prisioneros del cine, un lugar donde no quisieron estar, y la condena es a perpetuidad.