Al amigo Javier López de Munáin, librero de rango, que sabe de qué van estas disquisiciones
Cuentan que por Barcelona corretea un ladrón de libros, ya detenido. Entra en los establecimientos del ramo con el característico aire de curiosidad y despiste de los aficionados a este consumo, pasea por entre los anaqueles y alrededor de las mesas de novedades y carga el botín en falsos bolsillos de su indumentaria diseñada para este fin. Sin duda, quiere, o quería, ser un artista en su género. Los libreros le conocen, le han seguido los pasos, le han fotografiado y, en este mundo interconectado, han difundido su imagen entre los colegas del gremio. El botín que se lleva en cada incursión no pasa de los cuatrocientos euros, lo que probablemente ante el juez quedaría como un hurto con resultado de la libertad inmediata del convicto. Para los libreros es un quebradero de cabeza, otro más, como si tuvieran pocos, pero para el común el tipo representa a una especie urbana extinta. Un romántico, un hippy o un sesentayochista que va por la vida con el reloj parado.
Hubo un tiempo, digamos hace medio siglo, que el hurto de libros no era un delito, o para decirlo más precisamente, era un delito que no se consideraba tal. Era una moda. Los jóvenes lectores lo practicaban y los empleados de la librería asistían a esta práctica furtiva con estupor e impotencia. Aquellos libreros estaban más motivados por la misión que por el negocio y no eran gente que llamara a la policía. La librería era un territorio sagrado y su profanación formaba parte de los estímulos que ofrecía. El resultado de esta práctica predatoria fue doble: uno, hubo librerías que cerraron porque no pudieron soportar las pérdidas y dos, todas las incipientes bibliotecas privadas y progres de la época tenían su germen en el saqueo. Uno de los fugaces establecimientos que cerró por esta causa, y cuyo nombre, ay, la memoria ha expulsado de su reino, fue en el que este escribidor, cuyos nervios le impedían entregarse a la práctica extractiva, compró Apocalípticos e integrados, el celebérrimo manual de antropología post moderna debido a Umberto Eco. Sí, las librerías de la época eran en efecto el escenario de esta pugna conceptual. Los jóvenes saqueadores querían integrarse en la tradición del conocimiento que representan los libros y a la vez dinamitarla convirtiendo su materia prima en deleznable objeto de saqueo. Si se mira bien, era el mismo mecanismo mental que inspiraba al terrorismo, otra moda de la época.
Pero el libro ha dejado de ser ese objeto que en la alta liturgia se manejaba con reverencia y del que los lectores extraían toda clase de experiencias sensoriales y emocionales, incluido el perfume y el tacto del papel. La alquimia tecnológica ha desbordado el invento de Gutenberg y los libros y sus sucedáneos digitales están por todas partes, en cantidades inimaginables y a menudo sin valor alguno. El preciado don que espoleó a los jóvenes de hace cincuenta años representa hoy un problema de almacenamiento y reciclaje. En este paisaje en el que el apocalipsis y la integración social son estados indistinguibles, se pasea como un zombi el ladrón de libros barcelonés.