Historia y memoria, y IV
La guerra cultural no es un rasgo privativo de nuestro país: se extiende en sus propios términos por los países occidentales de la burbuja neoliberal. Todos tienen, tenemos, cuentas pendientes con la historia, cuya urgencia se ha revelado a raíz de la crisis sistémica global. La irrupción del trumpismo y entre nosotros del voxianismo, que predican un rudimentario adanismo político, ha precipitado y acelerado el debate. En algunos estados de Estados Unidos gobernados por los republicanos se han promulgado leyes que enmiendan la enseñanza de la historia en las escuelas para evitar que induzcan a los escolares a sentirse responsables de los actos de sus antepasados. En este caso, el objeto de la enmienda es el racismo y su precedente histórico, el esclavismo, y la cuestión que se dirime en esta guerra cultural es si este hecho histórico fue un accidente en la fundación del nuevo país o si es constitutivo de él y deriva consecuencias económicas, sociales y judiciales en la actualidad.
La clave de la disputa es, creo, el término responsable. Es obvio que un escolar actual no es responsable de los actos de sus antepasados. La cuestión es si debe ser prevenido a través de la enseñanza de la historia, no solo de los hechos sino de sus consecuencias históricas. Elevando una cuarta el nivel del debate: ¿es la historia una anecdótica colección de cromos o un estado donde anclan las raíces de la humanidad? ¿Podemos dejar de hacernos preguntas sobre el pasado sin negarnos el presente ni renunciar al futuro? De la respuesta que se dé dependerá el relato que se ofrezca en las aulas y en consecuencia la naturaleza del futuro de la sociedad.
Es curioso que esta batalla por la historia haya emergido apenas treinta años después de que se decretara el fin de la historia. El término se popularizó como consecuencia del desplome del bloque socialista, a principios de los noventa, y la abolición estaba referida a la historia de matriz hegeliana y marxista entendida como un proceso dialéctico entre opuestos del que, tras cada etapa, se alcanzaba un nuevo estado hasta el advenimiento de la sociedad sin clases, es decir, el paraíso en la tierra. El descrédito de la historia significó una revisión radical del conocimiento de la sociedad y sus dinámicas. La inteligencia dejó de ser analítica para hacerse emocional. El destino de los individuos ya no estaba en las fuerzas incontrolables que habían dirigido la marcha de la humanidad sino en la capacidad de cada uno para gestionar los recursos que había recibido en relación con los otros individuos que le rodeaban y con los que vivía en sociedad. Este cambio de enfoque derivó inevitablemente en lo identitario y en otros rasgos característicos de la época, como el narcisismo. Gente encantada de haberse conocido, como los influencers que emigran a Andorra.
El individuo se mira al espejo y se pregunta qué puede hacer con lo que ve. Perfecto, ese era el objetivo: ahora todos a la cancha y a jugar. Lo inesperado fue que esos mismos individuos relacionan sus rasgos identitarios -el color de su piel, su género, su origen nacional o social- con lo que experimentan en su entorno y atan cabos: ¿por qué los salarios de las mujeres son inferiores a los de los hombres’, ¿por qué la policía se comporta de manera más agresiva si eres negro?, ¿por qué te rechazan si eres marroquí, hondureño o sirio?, ¿por qué me persiguen por ser homosexual? Esta constelación de preguntas se dirige a otra de mayor fuerza gravitatoria: ¿cuándo empezó todo esto? La historia recupera así el carácter revolucionario que le atribuyeron en el siglo XIX. ¿Hay alguna relación entre la muerte de George Floyd con la garganta aplastada bajo la rodilla de un policía y el hecho de que George Washington fuera propietario de esclavos? ¿Es relevante que la sublevación militar contra la II República y su sangrienta destrucción fuera o no un golpe de estado? En esas estamos.