Historia y memoria I

Hay una relación inversa entre el espacio y la memoria. A mayor lejanía del suceso, menor huella del recuerdo. Es una regla que funciona en periodismo: un ciclista herido en la calle mayor del pueblo es una noticia a tres columnas que abre la sección de local; un tsunami en Indonesia con diez mil muertos, un breve en página interior par. El factor tiempo no opera igual en esta ecuación, sin embargo; el recuerdo es una simiente tenaz y florece mucho más tarde en formas y momentos inesperados. Hoy se cumplen diez años de la matanza de Utoya, un suceso lejano en el espacio pero extrañamente cercano en el tiempo. Un supremacista blanco, un tal  Anders Breivik, hizo estallar una furgoneta cargada de explosivos en una céntrica calle de Oslo y provocó la muerte de ocho personas y heridas a doscientas más; luego, se desplazó hasta un campamento de verano de las juventudes laboristas situado en la isla de Utoya y durante más de una hora disparó a discreción sobre los campistas, con un saldo de sesenta y nueve muertos.

No es el atentado de raíz política más grave ocurrido en las últimas décadas, aunque sí quizá el más insólito por lo inesperado (la policía noruega tardó interminables horas en comprender que estaban ante un acto de terrorismo), y su carácter aparentemente doméstico lo llevó pronto a los archivos del olvido. Las autoridades juzgaron al asesino con impecable neutralidad, le condenaron a veintiún  años de cárcel y en la sociedad se implantó un consenso que vedaba el uso del atentado en el debate político. Se impuso una suerte de amnesia colectiva a la que ayudó la necesidad de huir del dolor en la sociedad noruega. Algo sabemos aquí sobre esa forma de amnesia.

Lo cierto es que el asesino planeó y perpetró su crimen en nombre de una ideología xenófoba que no ha cesado de crecer políticamente en todas las sociedades europeas y en algunas ha llegado al gobierno. La creencia del asesino de que la izquierda abre el paso a una presunta invasión de razas inferiores y culturas bárbaras no está conceptualmente muy distante del calificativo de estercoleros multiculturales proferido por una diputada voxiana para aludir a los barrios populares de nuestras ciudades. El atentado de Utoya no solo no detuvo el avance de los movimientos xenófobos sino que de alguna inconfesable manera los estimuló, y empoderó a sus partidarios. Supervivientes de la masacre tuvieron que soportar después amenazas y provocaciones vertidas en las redes por ultras en la onda política del asesino.

Un atentado es una señal y una advertencia; señal de un malestar profundo, difuso, pero real, y advertencia de que todos podemos acabar como las víctimas del atentado y a manos de los mismos verdugos. Veamos la cosa del siguiente modo: las presuntas invasiones que alegan los ultraderechistas tienen lugar en las playas mediterráneas del profundo sur europeo pero la señal de alarma se dio en el remoto norte. Hagamos, pues, un esfuerzo por acortar el espacio (mental) que separa Utoya de Algeciras o Siracusa, compartamos la memoria común y actuemos en consecuencia.