Los fantasmas se desvanecen cuando se ilumina la habitación y el vidente recupera el equilibrio de los sentidos. Estos días en que se diluye el ectoplasma llamado ciudadanos, leemos las memorias de una de las creadoras del trampantojo: Mil días en Bruselas, el diario/crónica de la eurodiputada naranja Teresa Giménez Barbat a la que don Rivera no quería ver ni en pintura. El libro llega a manos del escribidor por un equívoco. Una reseña periodística le hizo creer que encontraría un análisis crítico del funcionamiento del parlamento europeo pero, si bien el circo Bruselas/Estrasburgo es el decorado, lo que se cuenta en estas páginas son las cuitas y sinsabores de una cenicienta de la política.
Doña GB dice de sí que perteneció al cogollo fundador de ciudadanos cuando era ciutadans, un espasmo reactivo contra el catalanismo hegemónico y antes de que se convirtiera en un rutilante partido bajo la clarividente férula de don Rivera. Este dijo de la eurodiputada que era su madre política, título que la autora exhibe a troche y moche en estas páginas sin ningún efecto que no sea alimentar su propia melancolía. En estos orígenes hay sin embargo zonas de niebla. Cuando se inicia el relato, la eurodiputada lo es por la lista de upeydé, partido que abandona sin dejar el escaño europeo para intentar que la acepten de nuevo en la masía familiar de donde no se explica cómo ni por qué salió. El perfil de la wiki califica a la eurodiputada de tránsfuga, lo que reafirma que el transfuguismo es una tara de fábrica en estos ciudadanos inquietos y dinámicos.
En todo caso, las fuentes que alimentan la vocación política de doña GB son, según confesión propia, la Ilustración y el deseo de introducir el pensamiento científico en la toma de decisiones políticas y la admiración por luminarias del pensamiento político como don Albert Boadella, don Arcadi Espada y don Javier Nart, entre otros. Con estos ingredientes en un escenario tan extravagante como el parlamento europeo se podría haber urdido una buena comedia pero el pulso de la autora no llega más que a destilar una lánguida e inane crónica del desamor (político).
Tres rasgos pintorescos identifican al parlamento europeo, a saber: 1) los parlamentarios son elegidos por circunscripciones nacionales pero no representan a nadie; 2) la tarea principal de los electos no es legislativa sino meramente deliberativa, eso sí, sobre los temas que se les antojen, y 3) los diputados disponen de libertad de iniciativa y de inabarcables recursos materiales para realizar sus ocurrencias, con lo que, teniendo en cuenta que hay parlamentarios de todos los pelajes y colores, la institución es lo más parecido a un parque de atracciones para adultos que fingen hacer política.
En este marco, nuestra eurodiputada llevó a cabo, y en algunos casos consiguió realizar, varias iniciativas para aplicar el pensamiento científico contra lo que llama el nacionalprogreísmo (sic), es decir, las secreciones de los indepes catalanes y la izquierda en general. Por ejemplo, charlas de sociobiología para desmontar el prusés o robustos estudios de campo para probar que también los hombres son víctimas de la violencia doméstica y combatir así las falacias de las feministas (no liberales). Por cierto, en este último caso, la eurodiputada sufrió un episodio de disonancia cognitiva cuando un parlamentario flamenco que portaba el odioso lacito amarillo en la solapa y que acudió al acto (doña GB, que es muy suspicaz, creía que para reventarlo) confesó en público que él había sido víctima de maltrato a manos de su mujer. Doña GB se quedó boquiabierta del apoyo empírico que recibían sus teorías pero cuando creyó tener un aliado en el pensamiento científico, aunque de signo político distinto, se encontró con que el maltratado, hecha su confesión, no quiso saludarla luego. Esta mezcla de método científico traído por los pelos y de supersticiones ideológicas se parece más a la alquimia que a la ciencia, así que el apostolado de doña GB no consiguió abrir las mentes de Europa a la razón. Ni siquiera cuando lo intentó por lo lúdico pues las resistencias de su propio grupo parlamentario (el liberal, en el que también hay nacionalistas vascos y catalanes, carajo) abortó su propuesta de que Albert Boadella diera una representación teatral ¡en el parlamento! para ilustrar sobre algunas verdades que el nacionalprogreísmo quiere mantener ocultas.
Estas frustraciones, diríamos, institucionales son correlativas a las propiamente partidarias pues en las trescientas y pico páginas del libro la autora no consigue que don Rivera se entreviste con ella; es objeto por ende del ninguneo de los que cree los suyos y sometida a toda clase de vejaciones protocolorias en las reuniones del grupo; algunas de sus amigas, como Maite Pagazaurtundúa y Carolina Punset, se desentienden de sus cuitas, don Girauta la traiciona, un sin vivir, y por último, le ofrecen un puesto de los de no salir en la próxima lista electoral, todo ello entre reuniones en Varsovia, cenas en París, citas en Stuttgart, plenarios en Estrasburgo, conferencias en Las Vegas, con lo poco que le gustan los viajes en avión a la eurodiputada. ¡Dios, qué cantidad de sacrificios para nada!
El lector de esta reseña, como antes su autor, se preguntará qué aprendemos con esto. Pues bien, hay dos probables enseñanzas para nada irrelevantes. La primera, que si el parlamento europeo es una representación de la Unión no ha de extrañarnos que broten como setas los populismos nacionalistas, que no solo son catalanes. La segunda, que con esto del cambio y de la nueva política, un puñado de chicos y chicas listos y listas de clase media se lo han pasado en grande a costa de nuestros impuestos haciéndonos creer que hacían algo de provecho. Fin de la epístola.