En tiempos de tribulación, no hacer mudanza, o algo así, que dijo aquel, y con esta consigna y la cara embozada tras el tapabocas han votado gallegos y vascos. Un voto cauteloso, previsible, moderado, como nos gusta decir, que premia a los de casa. También la izquierda ha preferido las opciones domésticas en las dos comunidades. A los partidos estatalistas que forman el gobierno central no les ha servido de nada su titánico esfuerzo para domeñar la peste ni las medidas de mejora económica para la gente del común, y sus resultados en las urnas han sido entre malos y catastróficos. La gente no está para épicas ni conmiseraciones. Tampoco para aspavientos, como ha debido percibir don Casado. La pandemia ha confinado los cuerpos, las opiniones y los votos.

Dijeron que las atribuciones del gobierno central durante el estado de alarma eran una amenaza a la libertad pero nadie ha dicho ni pío cuando los gerifaltes regionales gallego y vasco han prohibido votar a los infectados por el coronavirus, con la aquiescencia de la junta electoral, porque ponían en riesgo la salud pública. No es una medida de dudosa constitucionalidad, como dice el tópico, sino sencillamente anticonstitucional. Podemos imaginar lo que significaría si se aplicase, con similar criterio, a otras circunstancias en el futuro. Un día porque el voto amenaza la salud pública; otro, porque la economía está malita; otro, por riesgo de quiebra de la cohesión social, y otro, por último, porque así le cuadra al poder mismo. Fin de trayecto.

Al mismo tiempo, una juez impide al gerifalte catalán que lleve a cabo el confinamiento de algunas localidades de su comunidad autónoma alegando que la medida compete a un estado de alarma que solo puede decretar el gobierno central. Este, a su turno, se lo pensará antes de tomar esa medida que le enfrenta a la oposición por liberticida y a los nacionalistas periféricos por opresora. El gerifalte es el representante del estado en la comunidad pero tiene vedada la autoridad para adoptar medidas de estado en el ámbito territorial de su competencia, a riesgo de poner en peligro la misma salud pública que se protege en otros territorios prohibiendo el derecho al voto de los infectados.

Salud pública es un término que fue político antes que sanitario y se instituyó como némesis  de la declaración universal de los derechos del hombre y del ciudadano, de la que es contemporáneo. Doscientos y pico años después aún brujulea entre ambos polos magnéticos. El virus carece de inteligencia para apreciarlo y además no le sirve de nada para ejercer su cometido. Se ve que a nosotros tampoco.