Si ya es extraño e históricamente improbable que un ser humano deba atravesar la experiencia de una pandemia, para los vecinos de esta remota capital de provincias lo es aún más atravesar el periodo entre el seis y el quince de julio sin sus fiestas patronales, una jarana convertida por mor del turismo y las comunicaciones globales en un referente del calendario mundial del ocio. Y sin embargo, así ha ocurrido este año. Lo más intrigante es la docilidad y sosiego con que el vecindario ha aceptado la circunstancia. Diríase que la ciudad está más vacía que cualquier otro día del año y sus habitantes no se refieren a las fiestas perdidas en sus conversaciones e intercambios de negocios, como si la gris ausencia de jolgorio respondiera al deseo más íntimo del personal, lo que induce a pensar sobre el carácter constrictivo de la fiesta misma. Desde luego, entre los más viejos del lugar se detecta una secreta satisfacción.
La municipalidad se ha mostrado parca en gestos de condolencia porque en el fondo se ha librado de un engorro que cada año tensa los servicios públicos, que han de velar más por los riesgos que crea la situación que por las satisfacciones que aporta. En el balcón consistorial se ha colgado un mensaje en cuatro idiomas que quiere ser consolador –Los viviremos– y que evoca las rutinarias fórmulas de pésame con que los deudos recuerdan que se encontrarán con el difunto en la vida eterna. Hace ya décadas que los sanfermines dejaron de ser una fiesta popular, en el sentido clásico del término, para convertirse en un tinglado teatral proyectado por la televisión a todo el orbe. En cada edición anual, la fiesta se ve obligada a adaptarse a los cambios políticos, tecnológicos y sociales impuestos por el entorno, incluida en los últimos tiempos la discusión sobre la pervivencia del espectáculo taurino, que constituye su médula espinal, y ahora la pandemia, así que podría decirse que la ciudad se ha confinado para eludir su propia fiesta.
En la calle no queda ninguna huella del carácter festivo de estas fechas. Las pocas celebraciones semiprivadas que se programaron en bares y peñas para llenar el vacío fueron restringidas de propia iniciativa de hosteleros y participantes, aunque no con suficiente rigor, a lo que parece. En realidad, el gimoteo por la fiesta perdida ha sido una impostura de los reportajes televisivos, más debida a la rutina mediática que a la realidad social. Algunos jóvenes, muy pocos, visten la indumentaria tradicional en blanco y rojo y parecen vestigios insomnes de la pesadillesca uniformidad de otros años. Estos guardianes residuales de la fiesta recuerdan a los vejetes tocados con la boina roja, antiguos combatientes de guerras y cruzadas carlistas, que en nuestra remota infancia aún veíamos acodados en la barra de los bares de la parte vieja de la ciudad. Los sanfermines volverán, sin duda, porque lo contrario sería una aciaga señal, pero entretanto disfrutemos de estos raros días de asueto.