Una mezcla de sentimiento de orfandad e instinto predatorio parece ser el constituyente básico del carácter de Juanito: un rasgo que le asemeja a esos chicos criados en la calle a los que la fortuna les permite emerger de su circunstancia y alcanzar un estatus de cuya consistencia nunca llegan a estar seguros del todo. Los cuentos infantiles están protagonizados por príncipes y princesas cuyos venturosos destinos sirven para aliviar la ansiedad y el malestar de los niños que los leen y que nunca tendrán la suerte de sus héroes de fantasía. Pero Juanito era un príncipe de verdad y su ansiedad nacía de que tal vez nunca se hiciera realidad el cuento.
Nacido en el exilio en una familia despojada de sus oropeles, rescatado de la nada por un dictador que podría haber elegido a cualquier otro pretendiente y que le retuvo a su lado como un dominguillo, a despecho de la voluntad de su propio padre, a fin de adiestrarle para un proyecto monárquico sui generis; más tarde nombrado sucesor a un trono que aún no existía y empujado por los vientos de la historia a reinar en una democracia que no estaba prevista en el guión. Y así fue como se convirtió en la autoridad sobrevenida e invocada en fecha famosa (nombre en clave: 23efe) por los diputados electos y por los militares golpistas que entraron en colisión en la sede del parlamento. Cuando Juanito abrió los ojos después del viaje en la montaña rusa, ahí estaba, vitoreado por el mismo pueblo que expulsó a su abuelo y a su familia, rodeado de una corte de nuevo tipo en la que los intermediarios financieros eran más importantes que los edecanes militares o los consejeros áulicos, y sobre todo, protegido por una clase política y mediática silente que le debía su existencia y oficiaba de fidelísima guardia pretoriana. ¿Qué puede salir mal?
La monarquía del cuento es básicamente un negocio familiar que carece de legitimidad de origen y de ejercicio. Lo primero, porque no ha sido refrendada por ningún procedimiento democrático; lo segundo, porque la constitución misma reduce su cometido a funciones simbólicas, ceremoniales y representativas y ni siquiera su famoso poder arbitral y moderador tiene alcance para modificar las azarosas circunstancias de cada momento. El jefe del estado es un florero andante, eso sí, inviolable, lo que significa no solo que está por encima de la ley sino que se nos ofrece investido de una cualidad mitológica, por no decir divina. Esta aura que le envuelve es una manera de enmascarar la impotencia de la democracia para cumplir sus propios fines porque la fuerza de la monarquía radica en que una sociedad republicana es incapaz de sustanciar ese sentimiento en un régimen político congruente sin caer en un maldito carajal.
Cuando Juanito comprendió esta evidencia, ya tenía dos hijas casadas con sendos guapos mozos y un heredero calentando en la banda. La empresa funcionaba y había llegado el momento de disfrutar un poco de la buena vida. La ocasión para extender el ejercicio de su proverbial campechanía era inmejorable: la transición, que lleva el sello real, había superado las pruebas de estrés, el buen pueblo estaba enfrascado en sus negocios y la clase política seguía firme de guardia en la puerta del palacio real. La buena vida, en el sentido borbónico, significa: caza mayor, revuelo de sábanas y algún ingreso opaco para hacer frente a las incertidumbres de la vejez. ¿Quién iba a imaginar el escándalo provocado por la imagen de un elefante difunto amorrado a un árbol, una querida convertida casi en ministra plenipotenciaria y algunos estipendios recibidos de la magnanimidad de los primos árabes?
Bien, abdiquemos, pues, y que se encargue del negocio el hijo. Ahora toca una vida de jubilado feliz, comilonas y agasajos con amigotes y a apurar lo que queda de la campechanía con quien sepa apreciarla. Pero hasta esas distracciones de jubilado le fueron negadas porque, cuando todo parecía encauzado en una nueva normalidad, aparece un poli chungo, una dama deslenguada y un fiscal suizo en busca de cien millones de euros que van danto tumbos por diversas cuentas opacas tras las que aparece el nombre del egregio vejete. La corrupción, el mal endémico de las elites políticas del país desde la primera restauración borbónica después del primer fracaso republicano, hace ahora ciento cincuenta años, sigue tan terne. El hijo no exluye expulsar a su padre del país para salvar el negocio y la fiscalía española se pone a investigar el asunto arrastrando los pies.
Continuará.