Crónicas de agosto, 3

Il capo don Salvini se ha ido a la playa, como hacen de facto o en espíritu todos los europeos por estas fechas. Regordete, de rostro vulgar y enfundado en un calzón de baño, se ha sumergido en el paisaje y se ha hecho autofotos con turistas que le reconocían y que tanto les da publicitarse en las redes sociales en compañía de un primer ministro o de un cocodrilo del zoo, que a veces parecen de la misma especie. Desde el chiringuito de la playa ha señalado al horizonte donde un centenar y medio de náufragos, ateridos, hambrientos y muertos de miedo, esperan a que algún gobierno europeo autorice en un puerto seguro el amarre del barco que los ha rescatado. Don Salvini no ha podido evitar hacer un abyecto comentario sobre el destino de esta gente y ha sugerido que fueran trasladados a Ibiza y Formentera, donde se divertirían, ha subrayado, como si necesitara aclarar para tontos la infamia.

Al rebuscado desprecio por los náufragos se suma la afrenta a un gobierno, el español, presuntamente amigo y socio en esa cosa que llamamos, cada vez con menos motivo, la unioneuropea. Pero las baladronadas tienen premio en este tiempo de trepadores y corsarios devenidos estadistas, con el apoyo de los votos del pueblo, desde luego, y la primera reacción del gobierno (en funciones) español ha sido el temblor de piernas del ministro portavoz don Ábalos, que ha manifestado sin rebozo lo mucho que le jode a él y a su gobierno que ciertas organizaciones se ocupen del rescate de los náufragos y además salgan en la tele. Don Sánchez, al igual que don Salvini, no quiere a los inmigrantes, pero al contrario que el colega italiano, pertenece a una congregación que no puede decirlo así.

El borde meridional de Europa es en estas fechas un interminable asentadero arenoso de mamíferos sonrosados, ataviados con breves paños coloristas, que retozan bajo un acantilado de sombrillas. A su espalda han dejado los bosques ardiendo y los gobiernos en interminable proceso de formación o en un trémulo estado de provisionalidad. Enfrente, los bañistas tienen un plácido mar azul del que ven emerger a través de la copa del gin tonic fabulosas oleadas de invasores que vienen para acabar con nuestra civilización y nuestra inopia. Los europeos arracimados en las playas limitan el norte con la impotencia y el cinismo, y al sur con la vergüenza y el miedo. Todo un panorama.