Historias de la Luna, 1

El padre de Quirón fue un campesino pobre que en la última etapa de su vida activa se desplazó con su familia a la ciudad para trabajar como obrero no especializado en una fábrica de la naciente industria de la región y murió en los años setenta con la convicción de que el hombre no había pisado la Luna y que lo visto en la tele era una ficción o, como se decía entonces, un montaje. Fue quizá la única convicción que se llevó consigo a la tumba y está justificada como un último acto de autoafirmación de alguien cuya existencia había sido apartada por las fuerzas dominantes de su época del llamado progreso, tan bien resumido en la reflexión del astronauta sobre pequeños pasos y grandes saltos. Aceptar que otros hombres como él habían pisado la Luna era aceptar los argumentos de la clase social que le explotaba y le tenía encadenado en el último escalón del aparato productivo. Por supuesto, aquel hombre no tuvo nunca un altavoz para expresar su escepticismo y salió de la historia como había entrado, en silencio.

No es improbable que esta forma de desconfianza y de rechazo a las alharacas de la conquista espacial sea compartida en buena parte del planeta donde la Luna sigue tan lejana como el primer día de la creación y donde seguramente no han sido martilleados por la evocación del aniversario como nos han martilleado aquí para provocar pompas de jabón como la expelida por nuestro astronauta ministro de ciencia, innovación  y universidades en un país donde los científicos son obligados a la emigración para desarrollar sus carreras. Pero, ciertamente, cincuenta años después, el escepticismo es alentado y sostenido en esta parte del mundo por gentes a las que no se puede calificar sino de idiotas; minorías muy ruidosas y tenaces que tienen a su disposición toda la información posible y gozan del uso de tecnologías que no existirían sin la carrera espacial pero que encuentran guay provocar a la audiencia con su ignorancia, como ha hecho el ex portero de la selección nacional de fútbol o esa diputada socialista surgida de la nada que ha decido exhibir su estupidez en público y ganar así sus quince minutos de fama.

En estas actitudes hay, sin embargo, un síntoma histórico. El progreso, en su acepción romántica, idealizante y competitiva, capaz de unificar las diversas voluntades presentes en la sociedad en pos de un objetivo compartido, espoleó la carrera espacial pero hace décadas que está fuera del cuadro de valores imperantes en nuestra sociedad. Este déficit ideológico se corresponde con la indiferencia con que la sociedad sigue los avances tecnológicos en el espacio exterior, que no son pequeños. Hay más: la carrera espacial ha dejado de ser un gran salto para la humanidad y se empieza a asociar, no con la prosperidad del género humano sino como vía de escape de los privilegiados ante la segura destrucción del planeta por una catástrofe ecológica o, quién sabe, por efecto de la ahora banalizada guerra nuclear. En este contexto, digamos, pre-apocalíptico, las chorradas de Iker Casillas o de la diputada Susana Ros deben entenderse como chistes de humor negro de la clase dirigente que creer tener billete en el autobús espacial que los evacuará de la Tierra en llamas.