Esta mañana, como otras, el jubilado se ha echado a la calle para un paseo terapéutico. Los sistemas circulatorio, óseo, y quizá algún otro no identificado, son llamados a un convencional ejercicio de mantenimiento mientras en la cabeza bulle el habitual recuelo de ocurrencias y obsesiones. El tipo va como siempre ataviado con un pantalón chino gastado de color verde, un par de zapatillas de marchista, una camiseta cualquiera atrapada al vuelo en el armario y una infame gorrilla de visera para proteger la calva del sol.  La indumentaria de un jubilado estándar en esta ciudad de jubilados, excepto hoy, que lo convierte en un alienígena, un guiri, un outsider y, lo que es peor, un exhibicionista. En el curso de la caminata se encuentra con un antiguo colega que, tras los saludos de rigor, le espeta con una sonrisa concesiva, tú a la contra, como siempre ¿eh? Un poco más adelante, otro conocido, este mayor de edad y también jubilado, le advierte, ya te veo que vas de pamplonica, y añade una excusa cómplice mientras se toca el nudo del pañuelo rojo que lleva al cuello, no creas, yo voy así por obligación.

La intrigante pregunta es qué obliga en una capital de provincia de más cien mil habitantes, desarrollada, dos universidades y alto nivel de vida, a que todos los ciudadanos sin distinción de género, clase y edad se atavíen durante ocho días con un uniforme de camiseta y pantalón blanco orlado con faja y pañuelo rojos y zapatillas del mismo color, aditamentos de los que nadie conoce su origen ni función. Es el traje de fiesta, se dirá. Lo curioso es que la mayoría de los así uniformados no están de fiesta durante la mayor parte del tiempo. Ocupan sus puestos en oficinas, servicios públicos, establecimientos de comercio, hacen sus recados y gestiones ordinarias, y los que están de vacaciones no hacen otra cosa que no harían un domingo cualquiera. Lo específico de la fiesta y que da fama a la ciudad, el encierro de los toros, dura entre dos y tres minutos cada día y durante el resto del tiempo los festejos son los mismos que se pueden encontrar en cualquier fiesta popular: procesiones del santo, corridas de toros, barracas de feria, gigantes y cabezudos, vendedores de globos, fuegos artificiales. Lo obsesivo y misterioso de esta fiesta es la uniformada figuración que le prestan los habitantes de la ciudad, a la que se han sumado los inmigrantes por aquello de mimetizarse con el paisaje. A fuer de repetido, y amplificado por la televisión, el espectáculo constituye una manifestación folclórica rutinaria pero basta sustraerse durante un segundo a esta realidad envolvente para descubrir su carácter alucinatorio. Una actriz de la compañía que ofrece las tradicionales funciones en el teatro principal durante las fiestas confesó en cierta entrevista que había quedado noqueada durante unos segundos cuando se levantó el telón y vio ocupada la platea por lo que le pareció una gigantesca fuente de nata con fresas.

Es sabido que nada es más mudable que las tradiciones y, por supuesto, esta uniformidad en blanco y rojo, que no existía en la remota juventud del jubilado, tiene como mucho una antigüedad de cuatro décadas, y es fruto de la simbiosis de una revolución tecnológica y un cambio político. La aplicación masiva de la lavadora doméstica, y en los últimos años el desplome de los precios del textil,  permite que este uniforme, extraordinariamente vulnerable a los hábitos vinosos de la fiesta, permanezca impoluto. Los años del último cuarto del pasado siglo lo fueron de confusión y zozobra, identitaria y política, y los enfrentamientos encontraban en la fiesta un escenario privilegiado. Esta situación generó una suerte de énfasis en el patriotismo festivo, que llevó a universalizar la indumentaria. La lavadora y la moda hicieron el resto. Las antiguas clases populares devenidas clases medias por mor del crecimiento económico hicieron suyo el uniforme y lo decoraron con complementos propios de su clase y condición: bolsitos, rebecas, chaquetillas, zapatos de tacón, mocasines, jerseys sobre los hombros, etcétera, hasta crear un estilo para festejo familiar en blanco y rojo.

Todo esto envejece. El cambio de ciclo indumentario se abre paso en el corazón mismo de la fiesta y, una vez más, por la interacción de la tecnología y el cambio político. Los corredores del encierro empiezan a abandonar la uniformación en blanco y rojo a beneficio de camisetas personalizadas de muy diversa estampa, que sean identificables en la televisión y en las redes sociales, es decir, en el universo donde este mocerío está llamado a ganarse la vida. La pugna política se ha desplazado de objeto y ahora tiene lugar entre los jóvenes que empiezan su carrera a la fama en las astas de los toros y sus compañeros de generación que, sin más uniformación manifiesta que la desnudez de sus cuerpos, quieren abolir el encierro taurino y lo que significa.  Y entretanto la fiesta sigue y el jubilado también en su caminata a ninguna parte.