Hay prácticas que, sin dejar de ser delitos o acciones reprobables en condiciones de frío, son sin embargo ejercidas y toleradas bajo el calorcito de la costumbre y la faramalla de las relaciones de poder que constituye el mundo en que vivimos. Entender este mecanismo y su funcionamiento, lo que no siempre es fácil, es clave para entender la sociedad, su moral y el comportamiento de los individuos. Estos delitos o acciones reprobables no son accidentales y cuando se pone en evidencia su carácter estructural afectan al muro maestro de la organización social y amenazan con su derrumbe, que no se podrá evitar sin reformas radicales que no siempre la institución afectada quiere o puede encarar. Un ejemplo de este tipo de prácticas delictivas y toleradas es la pederastia clerical. Siempre fue un delito e incluso un pecado gravísimo en la jerga doméstica de sus autores y cómplices pero durante décadas permeó la actividad de los funcionarios de la iglesia católica con extraordinaria placidez. Ahora que se ha puesto al descubierto, ha revelado también la fragilidad moral de la iglesia, o su extrema hipocresía, si se prefiere. El papa de Roma no sabe qué hacer ante la cuestión y sus adversarios de la curia utilizan esta debilidad para sus propios planes, sean los que sean. Otro ejemplo: la corrupción del pepé ha sido sistémica durante dos décadas y, ahora mismo, cuando se han visto obligados a mudar de liderazgo por las consecuencias políticas de este hecho, no han podido evitar la elección de alguien más que sospechoso de una corruptela académica. ¿Sobrevivirá el pepé a esta lacra, que no es accidental, como pregonan ellos?
Y otra pregunta al hilo de este razonamiento, ¿sobrevivirá la monarquía a los enjuagues protagonizados por el rey emérito? Puedo recordar mi reacción cuando por primera vez me llegó el bulo –entonces era solo un bulo- de los negocios privados del rey comisionista. Fue hace tres décadas y pico y no dejé de creerlo pero por razones obvias era entonces una verdad insignificante. A menudo, este rechazo a la verdad se enmascara con la impotencia para creerla. La verdad necesita una oportunidad para ser eficiente y sobreponerse al tabú. Todo indica que esa oportunidad empieza a abrirse paso. Las presuntas declaraciones de una amante y conseguidora de vitola a un turbio policía que ahora se sienta en el banquillo han arrojado una mancha indeleble sobre la memoria del viejo rey, y la pugna política sobre si estas declaraciones deben o no ser examinadas en una comisión parlamentaria da idea de la gravedad de la situación. Los partidos autodenominados constitucionalistas se han opuesto a ello y el gobierno ha decidido frenar cualquier investigación de la fiscalía, no sin buenas razones de conveniencia porque el llamado régimen del setenta y ocho se asienta sobre la estabilidad de la corona, y bastante zarandeo ha sufrido esta institución en los últimos años. El cambio político, sin embargo, es inevitable porque, a) estamos en un relevo generacional, y b) el marco económico y político del país nada tiene que ver con el de hace cuatro décadas. El rey vigente tendrá que cambiar de modelo de negocio, pero ¿en qué dirección? Don Felipe está más desnudo e inerme que su padre. Heredó la corona en un acto casi furtivo y sobrevenido, carece en su currículo de una batalla inaugural como fue el veintitrés- efe y la campechanía ha dejado de funcionar como mecanismo de empatía; en cuanto a su papel arbitral en el funcionamiento de las instituciones (artículo 56.1. de la constitución) ya se vio para qué sirve en la crisis catalana. Las monarquías estables se llevan mal con los vaivenes políticos en los países mediterráneos. Los constitucionalistas tendrán que reinventar la monarquía si quieren conservarla y el rey tendrá que pensar a qué negocios puede dedicarse sin jugársela. La buena noticia es la debilidad del republicanismo político; no el sentimental, que es profuso y difuso.