Como es sabido, la ciudad en la que se escriben estas líneas ha iniciado hoy la fiesta más famosa del mundo, y pocas veces esta hipérbole resulta más pertinente. El momento se convierte en una pesada carga para alguien cuyos huesos han recorrido sesenta y muchos sanfermines. El viejo no puede aportar asombro ni curiosidad, ni euforia, que son las emociones estándar exigibles para esta ocasión. Pero al mismo tiempo tampoco puede posar la mirada en ninguna otra parte, ni eludir la bullanga que invade la calle. La ciudad se acelera, se transforma y parece dirigirse hacia la última sílaba del tiempo, y, cuando el tiempo se ha convertido en un bien escaso, es este un sentimiento muy fastidioso. Al punto de la mañana, la gente se atavía de rojo y blanco y se dirige hacia el lugar de la fiesta, con la intrigante uniformidad con la que algunas otras especies como los ñúes del Serengueti o las mariposas monarca inician su migración anual.
La pequeña Ainhoa viste una camiseta roja estampada con la comparsa de los gigantes de Pamplona, que es el tótem a través del cual los indígenas ingresamos en la fiesta en algún momento temprano de la infancia. Estos muñecos de cartón, que han desfilado por la Quinta Avenida de Nueva York, tienen una antigüedad de siglo y medio y probablemente son el único elemento de la fiesta que puede considerarse genuinamente pamplonés pues todo lo demás, a estas alturas, es patrimonio de la humanidad televidente. La camiseta de Ainhoa recuerda al viejo que su abuelo Benjamín -el tatarabuelo de la pequeña- le recitó en circunstancias parecidas el ripioso poema Los gigantes de Pamplona. Fue una epifanía. El descubrimiento infantil de que una experiencia de épica callejera puede reflejarse en palabras con una fuerza y transparencia mágicas. Fue como si a Aquiles o a Héctor les hubiera sido dada la oportunidad de leer u oír los versos de la Ilíada. El valor del poema es, ya se entiende, sentimental pero a la postre resultó ser la obra más memorable de su autor, Fiacro Iraizoz, un afamado y prolífico libretista de zarzuelas, que lo escribió para su hijo en mil ochocientos noventa y cuatro. La inspiración filial del poema le ha otorgado una titubeante inmortalidad, al menos mientras sigan en pie los airosos gigantes de cartón a los que está dedicado. Este desvarío de la memoria fracturada debe tener algún significado que queda en suspenso. Ainhoa saca la lengua a su abuelo para dar por terminada la sesión fotográfica y sale disparada hacia la calle, con su hermana y primas. El lector ya habrá advertido el estado de agitación y melancolía que asalta al escribidor cuando llega esta fecha. Así que dejaremos la bitácora en dique seco diez días para calafatear la quilla y recoser las velas. Hasta entonces, felices vacaciones, amigas y amigos.