Lo que queda de Herbert Marcuse reposa en el coqueto cementerio berlinés de Dorotheenstadt, bajo un rozagante macizo arbustivo que lo separa aún más del visitante. El filósofo cuyas obras aparentaban llevar en el macuto los estudiantes levantiscos de mayodelsesentayocho pasa las horas de la eternidad en ese locus amoenus en compañía de Hegel, Fichte y otras luminarias de la cultura alemana, y europea, de las que ya no queda sino su escueta memoria en piedra. Es una tarde de primavera en la que el incipiente sol septentrional se enreda en la floresta y traza fugaces señales luminosas en las lápidas. Heinrich Mann, cerca de Marcuse, juega al escondite semioculto tras una enredadera. Bertolt Brecht y Helen Weigel agradecen los rayos de sol mientras mantienen bajo la lápida compartida una interminable discusión matrimonial sobre Madre Coraje y sus hijos. Los hijos, tan lejanos y desleales. Durante un breve periodo, Marcuse fue el padre accidental de la generación del visitante. Luego supimos que ni él nos reconocía como sus hijos, ni nosotros llegamos a conocerle tanto como para llamarle padre; el típico equívoco, en fin, paterno-filial. Si ocurre con el padre biológico, ¿por qué no habría de ocurrir con el filosófico? Cuando le conocimos empezaba para nosotros la edad de la impostura, en la que hemos perseverado. Fingimos que leíamos Eros y Civilización y El hombre unidimensional, escritos años antes de aquel mayo mitológico y hoy apolillado, pero estábamos a otra cosa. La urgencia y el despiste juveniles no pasaban por las páginas de aquellos librotes. A su turno, el filósofo respondió con desdén a las agitaciones en la calle. En aquellas fechas dio una conferencia en un establecimiento de la unesco en París, haciendo caso omiso al alboroto del Barrio Latino.
Uno de los efectos de mayodelsesentayocho fue la ruptura con la tradición filosófica dominante hasta entonces en Europa, cuyo padre, el intimidante Georg Wilhelm Friedrich Hegel, también descansa en la misma parcela berlinesa. Si el visitante se abstrae lo bastante y los pajarillos dejan de trinar por un momento puede oír el tremor subterráneo de las quejumbrosas discusiones que sostienen los inquilinos del lugar. La estela que preside la tumba de Marcuse tiene grabada la última conminación del filósofo: weiter machen!, continúa, sigue adelante. Intriga e impresiona esta manifestación de voluntarismo en un difunto. Continuar, ¿hacia dónde?, ¿cómo? y ¿para qué? De las tres cabezas en las que convenimos que revolucionaron el pensamiento de esta época –Marx, Freud y Darwin-, los dos primeros, cuya senda siguió Marcuse intentando una síntesis que alumbrara el futuro, están en el desguace y solo Darwin parece capaz de explicar la lucha por la supervivencia en que se convertido nuestro despiadado y competitivo mundo. Mañana celebramos en el congreso de los diputados una de esas batallas por la primacía de la tribu. Los contendientes seguirán la consigna –weiter machen!– pero, a dónde, cómo, para qué, no lo sabemos, ni ellos tampoco. La Historia, con mayúsculas, como os gustaba a vosotros, ha dejado de ser la inspiradora de la realidad. Todo es improvisado, tod acontece como si fuera la primera vez. Díselo a Hegel, que está ahí al lado, a ver cómo le sienta la noticia.
Y así termina este mayo sin más mérito que estar en la cola del calendario cincuenta años después de aquel otro mayo.