Los sentimientos religiosos –los católicos, porque los otros están fuera de catálogo- son entre nosotros promiscuos, democráticos, utilitarios, y, además del objetivo principal de salvar el alma de las llamas del infierno eterno, sirven para, ganar guerras civiles, exhibir peineta en semana santa, disfrazar a los hijos de cenicienta y el príncipe en la primera comunión, aturdir al vecindario con las campanas de la parroquia, hacer caja con los turistas que visitan la mezquita de Córdoba, comportarse en política y en los negocios con santa desvergüenza, y, ahora mismo, sirven también para empapelar a chavales que, a falta de mejor fuente de inspiración, no tienen otro modelo al que parecerse que el cristo de su barrio. Lo asombroso es que un juez haya sido capaz de discernir un sentimiento religioso genuino en medio de este barrizal mundano. Cuando los católicos apelan a sus sentimientos ofendidos hay en su actitud una añoranza de pureza, un deseo de ser santarsicio en medio de una bacanal romana y, en consecuencia, una voluntad de reparar sus propios pecados en las espaldas de otros. Porque esta es la marca de la iglesia española: la penitencia siempre la hacen los otros. Un minuto de persecución en el circo romano, o en el facebook, para el caso, y veinte siglos de venganza.

El artículo del código penal que castiga la ofensa a los sentimientos religiosos es, como las inmatriculaciones de bienes del común, una concesión graciosa que nuestras autoridades hacen a la clerecía, como una compra de indulgencias, y es solo homologable con legislaciones teocráticas de países áridos que tienen amarrados a sus fieles en la edad media. Porque los sentimientos religiosos, como los sentimientos amorosos o estéticos, no son materia protegible por el código penal. Si nuestra pareja nos planta por otro o un pintamonas agrede nuestro gusto con su pintura, ¿podríamos denunciarle ante el juez? ¿Dónde hubiera terminado la autora del ecce homo de Borja si su desaguisado no hubiera sido tomado livianamente? Si la hermandad de la amargura, nunca mejor dicho, tiene a su cristo maqueado en tan alta estima, que registre la imagen como propiedad intelectual o marca de empresa y la pondrá a salvo de manipulaciones y usos espurios.

Pero acaso lo más penoso de este asunto sea que un joven no haya encontrado otro modelo más estimulante para exhibir su narcisismo en las redes que un cristo relamido, lo que cualquiera de buena fe hubiera  interpretado como un rescoldo de creencia religiosa entre las cenizas de un yermo cultural. Más que el cristo con las fosas nasales horadadas por un gancho (lo que le faltaba a un cristo) provoca compasión su joven autor, un jornalero de la aceituna, criado entre procesiones y romerías, con su gorrilla de béisbol y la perplejidad pintada en la cara por la inesperada condena. Recuerda a un antiguo compañero del colegio de los escolapios y el sonoro bofetón que recibió por reírse durante unos oficios religiosos. De la iglesia no se ríe nadie, le espetó el cura para subrayar el golpe. Los designios de dios son inescrutables: el niño de la bofetada fue, ya adulto, prior de la hermandad de la pasión del señor y el cura torturador terminó, ya viejo y retirado de la docencia, pidiendo perdón por las hostias (sic, en sus propias palabras) que había impartido a quienes le escuchaban en una reunión de antiguos alumnos del colegio. La religión, católica, es una perversión inagotable, una adicción de la que no queremos librarnos.