Crónicas agostadas 8

Quirón conoce en una reunión familiar a una muchacha, estudiante de postgrado universitario, como los demás jóvenes participantes en el encuentro,  que viste una camiseta con una leyenda frontal en la que se lee la palabra calaveras. Quirón, que ha leído más libros que granos de arena tiene el desierto, arranca la conversación con la muchacha mediante una pregunta que a él le parece normal: ¿has leído el cuento de La célebre rana saltarina del condado de Calaveras, de Mark Twain? La muchacha, postgraduada universitaria, zanja la prometedora conversación con una respuesta inocente: yo no leo libros. La cara estupefacta de Quirón lleva a la muchacha a aclarar la respuesta: los oigo. En efecto, al parecer, deduce Quirón de sus explicaciones, cuando siente curiosidad por una obra literaria de la que ha sabido quizás por un tuit o por una serie televisiva, busca en youtube la versión, resumida o no, leída por un actor o actriz acreditado, que, además, satisface la necesidad de mantener fresca al oído la lengua original. Es un modo instrumental de acercarse a la literatura, en la que seducción del texto queda sustituida por la experiencia sensorial que produce su audición.

La lectura íntima y solitaria de libros está en la raíz de nuestra cultura. Fue san Agustín en el siglo IV el primero que reparó en este hecho cuando vio con asombro a su colega san Ambrosio leer sin canturrear el texto y ni siquiera mover los labios. Quirón, como su nombre indica, pertenece a este linaje clásico. La libertad individual y el ejercicio de la razón son frutos de esta forma de lectura,  convertida en un diálogo íntimo, a veces placentero y a veces inhóspito, con el libro. La primera experiencia que recibe un lector novato es la de incomprensión de lo que está leyendo; el hallazgo de un hueco que pone en evidencia lo mucho que le queda por descubrir y que le obliga a seguir leyendo. Es el origen de esos anticuados armatostes que no hace tanto eran signo de distinción y ahora son pasto de reciclajes y mercadillos de segunda mano, a los que llamamos bibliotecas. La generación de nuestros hijos y nietos no las necesitan. La cultura del homo ciberneticus  se nutre todavía de estímulos sensoriales –vista, oído, olfato, gusto, tacto- pero, al contrario, que sus antecesores no necesita procesarlos por sí mismo porque de esta tarea se encarga la memoria externa de internet y su infinidad de plataformas y redes. Tampoco podría procesar el aluvión de datos que recibe durante todos los minutos del día, todos los días del año, de modo que su única necesidad es la de estar conectado. La clave local del wi fi es más importante para esta versión 3.0 del ser humano que la biblioteca del Congreso o del Museo Británico. Si la muchacha de esta historia entrara en la celda de san Ambrosio, no encontraría a un lector silencioso y ensimismado sino a una momia.

Y esta ha sido la materia del café de media mañana con Quirón.