Crónicas agostadas 6
La realidad, y su espejo más inmediato, la tele, se han poblado (petado, en la jerga del día) de zombis. No se sabe si surgieron del telediario e invadieron las series y otros formatos conexos o si, al contrario, fueron las fórmulas de entretenimiento las que contaminaron los informativos. A estas alturas del curso resultan indistinguibles. Ese estado de muertos vivientes resulta pertinente a la época estival, donde el tiempo está detenido y la fábula se confunde con la historia en la duermevela de una siesta perpetua. El presidente francés quiere un estatus especial y oficial para su cónyuge y los espectadores creen estar viendo Macbeth, que a su vez también se veía asaltado por los espectros de sus víctimas. Los zombis y la televisión forman un sintagma muy consolador. Los primeros representan el horror a la muerte en vida y la segunda transforma este espanto en una irrealidad absoluta. El plasma que defiende a don Rajoy de la materialidad de los hechos, nos defiende a los demás de él, que, con sus andares afanosos y sus braceos desmedrados por los bosques gallegos y su parla redundante y obvia ante los micrófonos, recuerda bien a un zombi en la segunda acepción que el diccionario rae da a la palabra. No olvidemos, además, que los zombis son inmortales, otra cualidad política que adorna a nuestros bienamado presidente. La dilución de los límites entre la realidad y la fantasía y entre la vida y la muerte no es solo un pasatiempo estival sino un anhelo al que los más listos de entre nosotros encuentran base científica.
La transhumanidad es un palabro de nuevo cuño en el que, como en posverdad, el prefijo connota el hecho de que nos hemos salido de cacho o estamos a punto de hacerlo y alude a un proceso de transferencia de lo humano hacia la tecnología o, dicho en romance, hablamos de nuestra conversión en robots. Los zombis, aún materia orgánica, son los despojos del proceso y nuestra afición a ellos debe entenderse como una celebración melancólica de nuestra propia extinción. El proceso ya está en marcha: estas notas serían imposibles sin la memoria externa que proporciona internet y sus innumerables bases de datos combinadas y entrelazadas. En algún punto del proceso de escritura, entre las ocurrencias del autor y su conversión en palabras en código binario media una conspiración de algoritmos. El autor mira sus manos que teclean en la consola, estimuladas por impulsos neuronales y guiadas por lo que queda de un orden mental afanosamente construido durante toda una vida, y ve dos residuos de materia orgánica en pos de ¿qué? Si se hubiera hecho esa pregunta mucho antes, habría respondido, de la inmortalidad. Pero ahora lo sabe mejor, está en fase de transhumanización, es decir, de convertirse en zombi.