Aquí hemos estado todo el día frente al televisor, como un conejo deslumbrado ante los focos nocturnos de un automóvil. Me digo, y me dicen algunos buenos lectores de esta bitácora, que debiera alejarme de la política para explorar otros ámbitos, quizás menos obvios y más placenteros, susceptibles de ser comentados. Lo intento pero, cuando se ha disipado la esperanza, queda la adicción. He aquí un viejo en un vertiginoso tiempo de cambio, otra transición, para decirlo con un tópico, de la que la gente de su generación, que vivió la primera, no llegará a experimentar las consecuencias porque ya es demasiado tarde. Ante a la tele, el viejo creía sujetar las riendas del tiempo. La ruptura generacional que marca esta época política se ha manifestado nítidamente en el debate, que, cuando escribo estas líneas, se ha concentrado en un duelo entre los promotores de la moción, Montero e Iglesias, y el interpelado Rajoy. Una historia que declina y otra que nace cara a cara. Rajoy ha salido a la tribuna desde el primer turno de réplica, armado con discursos de contraataque preparados de antemano, en un gesto que algunos analistas juzgan sorpresivo pero que parece indicar una resolución torera –¡dejadme solo!- dictada por varios motivos entrelazados: la conciencia de la importancia del lance, la convicción de que sus novatos oponentes eran pan comido o la desconfianza hacia sus ministros, que han asistido al duelo sin intervenir. Rajoy funge de buen orador pero su retórica pretendidamente irónica, rancia, elusiva y desdeñosa, agresiva por último, no ha conseguido derruir ni a Montero ni a Iglesias, que sin duda le irritan y le inquietan. Ambos, cada uno a su turno y de acuerdo con los papeles que se habían repartido, han hecho discursos serios, sentidos, bien trabados y atenidos a su propósito de evidenciar la corrupción como el paradigma de la gobernanza del pepé. En muy notable medida, han sido muy didácticos. La longitud del discurso de Iglesias tenía sin duda el objetivo de demostrar que está en condiciones de ser lo que suele llamarse un hombre de estado y no un agitador de tuiter, y a fe que lo ha conseguido. Luego viene el trampantojo, como diría Rajoy en algún momento del debate. El espectador quiere creer que asiste a la realidad y lo que se le ofrece en una representación. El resultado final está predeterminado y la dialéctica que se gasta es una impostura -¡y qué esperabas, viejo!-. Rajoy se maneja mejor en este universo de estructuras rígidas y argumentos oportunistas pero queda por saber el efecto, más o menos duradero, que lo visto y oído haya podido sembrar en la opinión pública. De momento, voy a apagar la tele.
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