Hay un dicho en castellano que resulta pertinente a esta circunstancia: las reclamaciones, al maestro armero. Este oficio militar fue creado en 1703 por Felipe V, cuando la tradicional pica de la infantería fue sustituida por mosquetes, es decir, cuando el ejército dio un salto tecnológico desde la simpleza de la lanzada, en la que toda la habilidad guerrera estaba residenciada en el brazo, a la complejidad mecánica de un tubo que disparaba proyectiles. Desde ese momento, el maestro armero fue parte ineludible de las dotaciones de los regimientos. Este personaje se ocupaba del apresto de las armas de fuego pero no era responsable del resultado de la batalla. En la historia, algunos maestros armeros fueron muy competentes y unos pocos han sido celebérrimos, como Mijaíl Timoféyevich Kaláshnikov, que, sin embargo nunca fue responsabilizado de las revoluciones impulsadas a punta del fusil que llevaba su nombre y por último fracasadas. Pero eso pertenece a la época en que las guerras se hacían con armas de fuego. Sin poder afirmar que esa época sea ya el pasado, lo cierto que vivimos en una guerra invisible e inodora (pecunia non olet), pero no indolora ni insípida. La última deflagración de esta guerra ha podido detectarse en el banco popular donde varios cientos de miles de accionistas, bonistas y acreedores diversos se han quedado sin su dinero en un instante, como en un número de prestidigitación. Confieso que desde hace veinticuatro horas no descanso en busca de información para entender qué ha ocurrido, porque, como suele decirse, algo así le puede pasar a cualquiera. Las explicaciones que se encuentran en los medios son más bien sumarias y ofrecen poca información particularmente relevante. Es como si para explicar los efectos de un bombardeo se resumiese que un avión ha soltado una bomba cuando sobrevolaba sobre nuestras cabezas. Pero, entonces, por qué no han funcionado las alarmas, ni el fuego antiaéreo, y ni siquiera hemos oído el silbido atronador del proyectil. En esta búsqueda de la lógica procesal que ha convertido en pulpa los activos de un banco que en un tiempo fue uno de los más rentables de Europa, he topado con el maestro armero, llamado aquí junta única de resolución, que se ocupa de los bancos deteriorados y como todos los maestros armeros tiene su taller en una dependencia alejada del campo de batalla, en Bruselas. En cierto momento, la dirección del banco encasquillado comprende que no puede seguir operando y avisa al gobierno del país, que puede considerarse la autoridad inmediatamente superior en la escala de mando, y este avisa al maestro armero de Bruselas, el cual se hace cargo del banco y en un plis plás diagnostica la situación y encuentra un arreglo, en este caso entregar a precio cero al primero que ha dicho para mí lo que hasta hace diez minutos había sido un banco y ahora es un trasto . Hala, y a seguir la guerra. Bien, los defraudados accionistas y demás damnificados por la operación se proponen una contraofensiva de demandas contra quienes han esfumado sus inversiones y ahorros pero no van a encontrar contra quién elevar la demanda porque, y aquí está el busilis, el santander no ha comprado el popular sino que este se ha desvanecido y los despojos han sido entregados al nuevo titular por la junta única de resolución, una autoridad bancaria bajo la caución del banco central europeo y los bancos centrales de los países de la eurozona pero autónomo en su funcionamiento y en sus decisiones. La apariencia de compraventa que ha tenido la operación es un trampantojo, de modo que las reclamaciones de los damnificados, al maestro armero. Claro que también podría ocurrir que los tribunales soslayasen esta cuquería, reconociesen las demandas de los reclamantes particulares y ordenasen a la unión europea atender a las indemnizaciones y, en ese caso, ¿quién pagará los platos rotos, estimado contribuyente? Pero, ¿alguien ha visto una guerra en la que las bajas no sean de la infantería, o mejor, de la población civil?
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