En algún momento inesperado de la edad tardía, el mundo se convierte en un inabarcable mercado de las pulgas, en el que la atención solo se detiene en los cachivaches que resuenan en la memoria del paseante. Innumerables objetos de toda clase se exponen a la mirada pero el tipo los desdeña porque no los identifica o no interpreta su significado. La mayor parte de la mercancía a la vista le resulta disfuncional o indescifrable. En este mercadillo universal, la novedades carecen de interés y las antiguallas y despojos no ofrecen una oportunidad sino para reconocerse a uno mismo. Pero el encuentro con el objeto suele iniciarse con una sorpresa y terminar en una decepción. Eso le ocurrió al viejo el otro día. Pulsaba el mando a distancia de la tele cuando topó con El tigre de Esnapur. Caray. La memoria estalló de júbilo y el viejo volvió al cineclub de su juventud, y al misterio de esa película excéntrica y tardía del gran Fritz Lang de la que siempre creyó que se le había escapado alguna clave. Ahora, la experiencia acumulada le ofrecería sin duda una perspectiva para reconocerla cabalmente y se retrapó en el sofá con el sentimiento de gozo que quien vuelve a sentir en el paladar el gusto de un manjar olvidado. La peli es una historia de aventuras de tinte colonialista ubicada en una India de cartón piedra en la que el héroe europeo se enamora de la bailarina hindú y debe vencer las asechanzas de un ramillete de previsibles villanos enigmáticos y amenazadores -el maharajá también enamorado de la bailarina, su ambicioso hermano que quiere arrebatarle el trono, el sacerdote de la diosa kali insidioso como un clérigo vaticano, etcétera-, todos provistos de alfanjes y gumías y de una nutrida camada de tigres de bengala para perpetrar sus aviesos designios orientales. La historia se prolonga en una segunda parte –La tumba india-, que el viejo se apresura a consumir después en youtube. Al final, una sensación de vacío se ha apoderado de él. El intento de recuperar la curiosidad y la emoción cinéfila del pasado se ha zanjado con un fracaso. La película no consigue devolverle a los quince o dieciséis años que tenía cuando la vio por primera vez. Sí, vale, está en condiciones de apreciar mejor el estilo geométrico de la narrativa de Fritz Lang, en la que los personajes aparecen trazados por un carácter inapelable y trágico y vagan por escenarios grandiosos e intrigantes, e inocentes como un tebeo. Así escribiría un crítico de la época pero ¿de qué sirve? El viejo no ha conseguido revivir la ocasión en que pasar dos horas en una sala a oscuras ante El tigre de Esnapur no era una maldita pérdida de tiempo.
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