Hace unas semanas, encontré en un cajón una pluma estilográfica olvidada a la que devolví a su función. No escribo apenas a mano pero me gusta el ritmo que da a la escritura el roce del tajo sobre el papel y quise experimentarlo en el artefacto recién hallado. Respondió bien, me confié, dejé de usarla a los pocos días, se secó la tinta y dejó de funcionar. En estos casos la plumilla debe ser sumergida en agua para diluir la tinta seca adherida a la pieza pilosa que permite el flujo de la tinta. Realizada esta operación, es necesario devolver a la pluma su función ejercitando el trazo sobre el papel, que al principio sale desleído por efecto del agua que ha disuelto la tinta. Empecé el ejercicio trazando rayas rectas, quebradas y onduladas, palabras sueltas y por último un relato que parecía adquirir densidad y sentido (aunque no sé cuál) por sí solo:

Mi vida con perico de los palotes es muy siniestra. Vivimos a lo lejos en la mugre de un espacio reducido en el que de vez en cuando advertimos el paso despreocupado de un cuerpo oblongo y oscuro que lo atraviesa y que parece una rata o un armadillo. El tiempo apremia a veces, se ensancha otras, pautando periodos de ansiedad y lasitud que no necesariamente se dan a la vez en cada uno de los dos y que no compartimos. Una vez intenté decírselo, o lo intentó él, ya no me acuerdo, y fue una experiencia muy desagradable advertir que vivíamos en atmósferas distintas. Desde entonces me pregunto qué significa que respiremos el mismo aire cargado. La ausencia de significado es, por lo demás, una experiencia corriente en los dos. Los significados se desvanecen igual que se desvanecen los matices de color cuando se pone el sol al otro lado de la ventana y nos invade la oscuridad, aunque, bien mirado, no es lo mismo. La falta de significado no tiene que ver con lo claro y lo oscuro. Puede reinar una luz esplendorosa y un vacío de significación al mismo tiempo. Por lo que llevo advertido en mí mismo (de lo que experimente él no tengo ni idea) la falta de significado se corresponde a un desplome de la voluntad, es decir, el mundo se hace ininteligible a la vez que desaparece la esperanza y renunciamos a manejar los mandos de nuestra vida, aunque nos lleven a estrellarnos. Esto último lo he dicho en voz alta, y mi compañero, que no colega, me ha dedicado una mirada de extrañeza, si no de hostilidad, así que he vuelto a pensar en voz baja, si puede decirse así, en el tono quedo justo para que pueda oírme yo mismo sin importunar al otro. Esta perorata interior tiene un rasgo curioso. Es como si quisiera emanciparse de mí, que soy su creador, consciente de su valor por sí misma. Supongo que es la experiencia del artista, que siente que su obra deja de pertenecerle cuando ha dado la última pincelada. Pero en este caso es distinto. Los artistas son productores de significado, lo que quien escribe esto no es en absoluto. Este tamborileo de mi cabeza, el flujo de sonidos que convencionalmente llamamos palabras no produce significado sino que lo diluye, se aleja de él, como una peregrinación que se dirigiera a un lugar inefable o también como una diarrea de cuyas deposiciones solo se puede decir que constituyen una forma significativa si eres crítico de arte. Pero me estoy distrayendo. Siento que podría liberarme de este tormento del monólogo interior si llegara a conciliar el sueño, así que abandono el cuidado que dispenso a las palabras y las dejo vagar a su aire. Mi compañero ronca. Al miserable no se le puede arrancar una palabra mientras está despierto y parece que quiera comunicarse conmigo cuando está dormido. Eh, estoy aquí, y a ti no te queda más remedio que soportar mi presencia, parece decir el ceporro.

Por fin, la pluma funciona perfectamente y traza rasgos continuados y con una carga de tinta homogénea. Misión cumplida. Esperemos que dure. Me gustan las plumas estilográficas, pero más me gusta que escriban bien, cualquiera que sea la mano que las guíe.