La pequeña Nahia y la chavalería de su clase han participado este año en el carnaval del colegio con un disfraz de cielo estrellado de vangó, que se cortó la oreja y se puso una venda, para decirlo con sus palabras. La fiesta estaba dedicada al espacio exterior o a la galaxia y las clases habían desplegado su creatividad en disfraces de astronautas, marcianos, planetas y demás utilería cósmica. Mientras Nahia, Ariadne y sus innumerables colegas evolucionaban con sus disfraces en la pista del polideportivo para embeleso de sus mayores, este abuelo quedó prendado del hecho de que también maestras y maestros iban disfrazados de la misma guisa y participaban en los coros de los pequeños danzantes mezclados con ellos. El espectáculo le devolvió la imagen de su primera maestra, doña Amancia, alta, severa, el cabello tensado y anudado con un férreo moño en la nuca, el cuerpo enfundado en un guardapolvo blanco que preservaba su ropa de luto del tizne del clarión. Aquella bata blanca producía en el niño una extraña fascinación. No era un disfraz sino un uniforme, en un tiempo en el que todo el mundo aspiraba a portar una gorra, un entorchado, una chaqueta con botones dorados y, si fuera posible, una porra. El primer signo de autoridad que percibió el abuelo en su inalcanzable infancia fue el guardapolvo de su maestra, que ni siquiera era maestra titulada sino alguien que sustituía las vacantes dejadas por la implacable escabechina que la dictadura practicó con los docentes de la república. Hubo que esperar dos o tres cursos hasta que los primeros maestros titulados se ocuparan de las aulas en las escuelas del Ave María; entonces doña Amancia y su bata blanca desaparecieron, pero la impronta de la autoridad que dejó tras de sí quedó lo bastante gravada en el niño como para que lo recordara inopinadamente sesenta y pico años después. El abuelo está desconcertado pero también esperanzado. Si él sobrevivió a la bata blanca, Nahia sobrevivirá al universo estrellado. Ambos son síntomas de estados de ánimo extremos, como es propio de los carnavales: la penitencia perpetua, la fiesta perpetua. Estaba el abuelo enredado en estas disquisiciones cuando la fiesta escolar dio un giro, no por previsible menos incongruente. En el último acto, el aula de los mayores hizo una representación de la mascarada de Lantz, un famoso y reiterativo carnaval rural de esta provincia que, a la manera de todos los de su especie, tiene un carácter moralista y termina con la ejecución de un ladrón llamado Miel Otxin,. El desorden carnavalesco termina, pues, con el triunfo del bien y la restauración de la propiedad privada. No deja de ser curioso, después del despliegue galáctico, un caza de brujas y un auto de fe. Allí estaba doña Amancia, mi maestra medieval, con su terso moño y su bata blanca. En el patio del polideportivo, el muñeco de Miel Otxin ardía en la hoguera ante el regocijo de astronautas, marcianos y cielos estrellados.
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