Dicen que los mercados han entrado en pánico ante la posibilidad, cierta, según las encuestas (aunque ya veremos si son tan fiables como en España), de que Trump sea elegido emperador de occidente. Los mercados no solo nos birlan la cartera sino que nos vampirizan el flujo sanguíneo y usurpan los latidos de nuestro corazón. Nos obligan a una existencia vicaria, como saben bien los que están atados a una hipoteca, y nos liberan del engorro de sentir emociones. Ya las exteriorizan ellos por nosotros y con un adelanto de entre veinticuatro y cuarenta y ocho horas. Los mercados son el cardiógrafo de la humanidad capitalista y avisa del infarto. En los mercados habitan entre otras la industria alimentaria y la farmacéutica; la primera vende productos pródigos en azúcares y grasas saturadas y la segunda, remedios contra la obesidad y el paro cardíaco. Si algo necesitan los mercados es que la humanidad sobreviva para seguir vendiéndole hamburguesas y pastillas. El único sector que, por ahora, no cotiza en bolsa son las funerarias. Así funciona el parque jurásico: el sueño delirante de una turba de emprendedores enloquecidos que crían toda clase de bestias horripilantes, cada una de las cuales en su nicho correspondiente, para solaz de la humanidad que atraviesa esta reserva de los horrores en un trencito muy seguro, hasta que el tiranosaurio salta la verja electrificada y corretea por el parque que quiere convertir en su reino. ¿Quién ha dicho que un tiranosaurio no puede gobernar una tierra poblada de dinosaurios de todas las especies y tamaños? Trump es un producto típico de los mercados, la joya del parque jurásico, grande, aparatoso, voraz, agresivo, insaciable y enamorado de la atención que suscita y del temor que despierta. La clase de bestia por la que el público se muere, literalmente, por darle de comer en la mano. La objeción de que un tipo así no puede llegar a presidente de los estados unidos es pura retórica, un vestigio de cuando la sociedad todavía pertenecía a los seres humanos, esas formas de vida diminutas que pagan impuestos, van al fútbol los domingos y cada cuatro años eligen quién habrá de devorarlos. En esta tesitura, que sea a lo grande, mejor en las fauces de un monstruo legendario que roído por las ratas del desempleo, la carencia de educación y de sanidad y la asfixiante hipoteca de la vivienda. Votar a Trump es el sucedáneo de la euforia bélica que experimentaban las sociedades avanzadas del siglo pasado ante la expectativa de una guerra, el regreso a la barbarie, como ocurrió en 1914, en 1939 y los predecesores de Trump aún repitieron el ensalmo en 2003 ante la invasión de Irak. Pero, ¿para qué queremos una guerra exterior, que se puede hacer con drones, cuando podemos tenerla en casa? En este teatro, Hillary Clinton representa el papel que en la película interpretaba Richard Attenborough: un personaje del establecimiento, o de la casta, si se prefiere, un gerente perpetuo de toda clase de negocios en el ocaso de su carrera, viejo y pequeño, con lentes de vista cansada, creyente de la deteriorada fe en el progreso y en la eficacia del sistema que ha levantado, manipulador y ambicioso y defensor de un orden que se ajusta como un guante a sus intereses particulares. Ahora mismo está, estupefacto, ante las mandíbulas del tiranosaurio.
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