Una amable encuestadora me atrapa en el café de media mañana para someterme a interrogatorio con destino a un sondeo demoscópico encargado con dinero público por el parlamento de esta remota provincia subpirenaica. Todo indica que la encuestadora necesitaba a un sujeto de más de sesenta y cinco para completar la muestra. Hala, pues, vamos si hemos de ir. Los jubilados somos más bien de explicarnos largo y prolijo (que se lo digan al camarero del café, que asiste cada mañana a mis diálogos con Quirón con una sonrisa de oreja a oreja), así que me someto con impaciencia al cuestionario destinado a convertir mis opiniones, que es poco menos que mi entero patrimonio, a un código binario del que la computadora vomitará diversos  porcentajes de intrascendente lectura. Pero la impaciencia se va convirtiendo en irritación al comprobar que la encuesta se dirige a conocer el grado de conocimiento, adhesión, simpatía, aquiescencia y lealtad del encuestado hacia los prebostes que han encargado el sondeo. ¿Conoce usted al líder fulano, mengano, zutano y perengano?, ¿sabe usted el nombre de la presidenta del parlamento?, ¿qué calificación de uno a diez le pondría al partido tal, al cual y al de más allá?, ¿sabe usted qué hace la institución A, y la B, y la C?, ¿cree usted que la situación política de este reyno es muy buena, buena, regular, mala o muy mala?, ¿y cómo cree que será el año que  viene?, y por ahí seguido. Ni una sola pregunta sobre mis preocupaciones como ciudadano, ni sobre mi barrio, ni sobre la educación, que afecta a mis nietas, ni sobre la sanidad, que nos afecta a todos. En resumen, ¿qué hay de lo mío? Entretanto, el habla de la calle está ocupada en la retahíla consabida, el paro, los eres de las empresas, la tiendica de la esquina que echa la persiana, las listas de espera, las plazas en los colegios, los vecinos que no tienen para pagar el recibo de la luz, la carreteras cada día con más baches,  ah, y también, hay que decirlo, del ascenso del equipo local de fútbol a primera división. Pero, ¿a quién le importa si la presidenta del parlamento se llama Ainhoa o Patxi? Ya terminamos, me advierte conmiserativamente la encuestadora. Pero la irritación alcanza un punto cercano a la ebullición ante la pregunta, ¿cómo se siente usted: pueblerino, vasco, español, europeo, pueblerino y vasco, vasco y español, español y europeo o de ninguna parte? Esta pregunta viene apareciendo en las encuestas de opinión que se hacen en este rincón de la península desde que el encuestado tenía pelo en la cabeza y desde mucho antes de que la encuestadora hubiera nacido, y tengo rumiada una respuesta, que por respeto no he utilizado nunca, tampoco en esta ocasión: yo me siento sobre el culo, como todos los bípedos implumes, pero mansamente respondo, no me siento de ninguna parte. La respuesta es manifiestamente falsa: me siento de mi biografía, de mi experiencia y saber, de mi entorno, de la caja de pensiones que me sostiene y de la fatiga por esos tipos que acaban de llegar al gobierno y al parlamento, a no pocos de los cuales conozco bien por razón de edad y de mi antiguo oficio, y que parece que hubieran llegado del planeta Marte, toda vez que necesitan nada menos que un sondeo demoscópico para fijar su identidad ante el pueblo soberano que los ha elegido y al que representan. ¿Cómo le gustaría que fueran sus gobernantes: con trompetilla o con nariz, de orejas puntiagudas o redondeadas, verdes o sonrosados, esbeltos o cabezones, ungulados o palmípedos?, ¿cuál le gustaría que fuera su lengua materna: castellano, euskera, inglés, klingon? La encuesta ha sido encargada, con dinero público, reitero, por las sedicentes fuerzas del cambio, que ahora están en el poder en esta provincia, pero se ve que lo que no ha cambiado son las fuerzas propiamente dichas ni los cuestionarios de las encuestas. Ni los encuestados, si vamos a eso.