El filósofo Fernando Savater se presenta a las elecciones en el último puesto de la lista por Madrid de upeydé, un partido que nunca fue muy musculado pero que ahora es espectral. También en mi pueblo comparece en la retaguardia de la candidatura del pesoe Javier Iturbe, un correoso político local de larga data, ahora que los sondeos auguran para su partido la pérdida del único escaño que poseía. Cómo interpretar esta disposición de los veteranos de clases pasivas ante la última batalla: ¿lealtad militante al partido, engreimiento por las propias medallas que cuelgan de la pechera o simple coquetería de viejo acostumbrado a que le inviten a todas las fiestas, no importa que sea un bautizo o un funeral? Ambos personajes, y otros que sin duda cumplirán una análoga función crepuscular en otras listas y otras circunscripciones, son la luz que nos llega de estrellas apagadas, el aroma de vino y rosas que permanece en el aire cuando los camareros recogen la vajilla y barren el suelo de la sala del banquete, el broche de alta bisutería que encontramos en un abrigo apolillado al fondo del armario. Asombra hasta la ternura la tenacidad de quienes no pueden entender que el tren parta sin ellos y se empeñan en seguir aferrados al estribo del furgón de cola. Recuerdan al Lawrence de Arabia que después de capitanear una guerra victoriosa y fallida, henchido de una gloria equívoca, volvió a reiniciar su carrera militar en la oscuridad del rango de soldado raso. No sé si estos vientos de leyenda habrán inspirado la decisión de los últimos de la fila, aunque en el caso de Savater no puede descartarse esta hipótesis. Pero, en la nómina de héroes postreros, mi preferido es Alfonso Guerra, al que los socialistas andaluces han sacado del sarcófago en el que reposaba su inmarcesible gloria para agitar el ánimo de los suyos (¿pero vive alguien?) al acreditado grito de “dales caña, Alfonso”, esta vez no a la odiosa derecha sino a los más odiosos aún podemitas. Guerra representó, ¿cómo decirlo?, el populismo de los ochenta y noventa cuando aún no se llamaba así y el término carecía de la connotación derogatoria que ahora tiene, pero, al contrario de muchos políticos aficionados, obligados a ayudarse de asesores escénicos en sus comparecencias públicas, él procede genuinamente del teatro y su oratoria posee una garra y una variedad de registros absolutamente excepcionales en su medio. Lástima que su discurso esté más vacío que una caracola en la playa. Pueden comprobarlo aquí.