Ocupa, invade, contamina o simplemente tizna, según sea el grado de exposición del sujeto, cualquier pliegue de nuestra compartida imaginación, lo que ahora se llama imaginario. Acabo de leer en el rincón más inesperado de un periódico nacional una crónica del debate televisivo de ayer entre los candidatos a la presidencia del gobierno, en la  la que el periodista juega con la atribuida analogía de los caracteres de Vicente del Bosque y Mariano Rajoy y, como nada sé de las maneras y tácticas del seleccionador nacional de fútbol, no he entendido ni una palabra de lo que el cronista quería decir del presidente del gobierno en funciones y candidato del pepé. Me imagino que eran buenas noticias porque tanto Del Bosque como Rajoy conservan su puesto, ¿y qué mejor noticia puede haber que esa? Fútbol y política. El último intento de negar este machiembramiento fue de la delegada del gobierno en Madrid: el fútbol no debe ser un escenario de lucha política, dijo, tan ufana, después de prohibir ciertas banderas que le incomodaban entre los seguidores de uno de los equipos enfrentados en un partido de relumbrón. Un prefecto romano no hubiera dicho semejante sandez, que el circo no es política. Otra cosa es que el poder considere el fútbol como un reposo de caudillos que comparten sillones y canapés en el palco. Pero, ¿qué puede hacer la plebe en las gradas excepto agitar las banderas y sus emociones? Lo que ocurre en la cancha está dirigido a tener una virtud bautismal: dos equipos iguales en número, enfrentados en un espacio delimitado y sujetos a reglas precisas y conocidas bajo la autoridad de un árbitro, y para los que la victoria es motivo de ensalzamiento pero la derrota no lo es de humillación. Muy edificante, pero ¿quién se siente satisfecho con solo eso? Ni los del palco pueden evitar hacer negocios con el tinglado ni los de la grada pueden liberarse de la servidumbre de su afición. Nunca he entendido la famosa reflexión de Albert Camus según la cual el campo de fútbol era el único lugar donde se sentía inocente. El escritor jugó de joven en alguna liga provinciana de la remota Argelia y se puede imaginar que la inocencia solar que impregna sus primeras novelas le invadiera también cuando vestía calzones y botas entre camaradas del barrio en una cancha de césped agostado. Pero ¿cómo pensar en la inocencia cuando se asiste a las brutales batallas entre seguidores ingleses, rusos, etcétera, que tienen lugar estos días durante los encuentros del opulento campeonato que se celebra en Francia? ¿Cuánta inocencia hay en la decisión de llevar el mundial de fútbol a Qatar,  un país sin tradición futbolística alguna, con un clima imposible para cualquier deporte que no se haga bajo aire acondicionado, donde los trabajadores que levantan las instalaciones que acogerán los encuentros trabajan en régimen de semiesclavitud y las muchachas violadas son condenadas por adulterio? Y por último, ¿qué inocencia cabe en la decisión, meditada, de mantener en el puesto titular del equipo nacional en un campeonato internacional a un jugador públicamente enredado en un feo asunto de prostitución y trata de personas? Ah, carajo, ahora ya sé en qué se parecen los caracteres de Del Bosque y Rajoy. No sé qué decirle, respondió este último ayer, en la enésima ocasión en que le pusieron frente a la evidencia de la corrupción del partido que preside.