Hace un par de días, se registró un debate volandero, apenas un chispazo en la murga del calendario, a propósito de la titularidad de la etiqueta socialdemócrata. Como es habitual, el alboroto comenzó con una de las características y provocativas iniciativas mediáticas del líder de podemos quien afirmó la condición socialdemócrata de la coalición que preside. Los podemólogos de guardia avisaron de inmediato que la ocurrencia iba destinada a distraer del impacto que en el electorado iba a tener su acuerdo con los comunistas, y, en efecto,  los nuevos socios se apresuraron a darles la razón. Nada hay que excite más a un izquierdista de pura cepa que una buena polémica nominalista. Los socialistas, titulares históricos de la marca socialdemócrata, fueron quienes reaccionaron con mayor denuedo. Los socialistas viven bajo el aflictivo sentimiento de que los podemitas les quieren birlar la cartera y la reacción era previsible, sobre todo para el que la había provocado. Pero tiene interés lo que alegaron dirigentes históricos del partido, como José María Maravall o Joaquín Almunia –seguramente ignotos para los votantes menores de cincuenta-, para argumentar la condición socialdemócrata del pesoe refundado por Felipe Gonzáles y ellos mismos en los años setenta del pasado siglo, inspirados por los partidos homónimos de Alemania y Suecia, entonces modelos, no solo ideológicos y de admirable gestión política y económica sino activos patrocinadores del bisoño socialismo español que había guillotinado a la vieja cúpula dirigente en el exilio y al que no solo aconsejaron sino también apoyaron económicamente. La mala noticia, que nadie sospechaba entonces, es que la socialdemocracia, que había construido la Europa occidental de la postguerra al alimón con la democracia cristiana bajo el paraguas militar estadounidense con el fin último de exorcizar el peligro comunista, estaba en las últimas. En los años ochenta, un poderoso movimiento que hoy conocemos como neoliberalismo, fuertemente ideologizado, apoyado por el mismo capital engordado en los años de bienestar hasta aquel momento y legitimado por la caída del imperio soviético, rompió el consenso, proscribió lo social (la gente, diríamos ahora) de la agenda política e instauró un paradigma basado en el individuo que tiene dinero y en el mercado como autoridad superior incluso por encima de los parlamentos nacionales. Este tsunami arrasó a socialdemócratas y democristianos, que tenían en lo social y en el estado nacional las bases de su legitimidad, y en el descomunal socavón creado aparecieron los llamados populistas, término del que todavía nadie ha dado un significado más convincente que el meramente derogatorio. Los socialistas debieran ver como una oportunidad el intento de los podemitas de fagocitar su marca porque es una forma de reconocer una historia compartida y quizás una plataforma que sirva al rescate de la izquierda de la crisis en la que está sumida desde hace por lo menos un cuarto de siglo. Desde luego, el intento de escapar de este desafío por el procedimiento de poner los ojos en blanco recordando los buenos viejos tiempos de Palme, Brandt y Kreisky y, con el mismo impulso, desplazarse a la derecha para firmar pactos espurios con su marca blanca, no dará al pesoe ninguna satisfacción en las urnas, como lo vienen advirtiendo cada día los sondeos electorales. Pero, como dijo el otro, quizás prefieren honra sin barcos que barcos sin honra.