Por primera vez atisbamos el carácter amenazador de la fórmula electoral con la que hemos venido conviviendo durante cuarenta años y que tiene su origen en el último decreto-ley de las cortes de la dictadura, cuyo contenido se trasladó tal cual a la Constitución: las listas cerradas y bloqueadas, lo que quiere decir, partidos cerrados y bloqueados, y también propuestas, mensajes, argumentos, estrategias, finanzas, toda la impedimenta de la campaña política, cerrada y bloqueada. Los partidos españoles son en época de entretiempo una mezcla de organización leninista y familia mafiosa, enraizados en interminables redes clientelares, pero, en periodo electoral, se convierten en una falange macedónica. En tiempos de paz, los partidos sufren, aunque en muy pequeña medida, disfunciones, deserciones, escisiones y otros avatares propios de organizaciones extensas y complejas en roce constante con la realidad, pero ante la convocatoria de las urnas ningún hoplita puede salirse de la fila, ni el estratega puede improvisar sobre la marcha. La batalla se define con precisión milimétrica antes de que comience sobre un escenario preconcebido y luego todo se resuelve en un único encontronazo, después del cual toca contar las bajas, porque la victoria se la atribuyen todos los contendientes para sí cualquiera que sea el resultado. Esta disciplina militar la vimos ayer en el debate de la chicas que organizó un canal de televisión en el que las portavoces de los cuatro partidos mayores repetían mecánicamente el argumentario (término que designa una versión degradada y empobrecida de argumento) que lo mismo podrían haber defendido los chicos o un contestador automático. No lamento la inexistencia de un discurso femenino, por dios, lo cual es uno de los equívocos del debate aludido, lamento la falta de un discurso digno de ese nombre. Ahora que hasta las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado, qué bonito y qué largo, se han dotado de portavoces que verbalizan con razonable competencia sus actuaciones, el lenguaje de los y las políticos y políticas empieza a parecerse espantosamente al de un atestado de la guardia civil del siglo pasado. La rigidez del lenguaje denota la rigidez general con que los partidos enfrentan una situación que todo el mundo admite que es muy compleja. Viene esto a cuento de cierto temor, convenientemente agitado con el loable propósito de movilizar a los votantes indecisos, defraudados y perezosos, sobre la posibilidad de que los resultados del próximo veintiséis  aboquen a unas terceras elecciones. Hay que asistir con escepticismo a esta eventualidad porque, si los partidos se empeñasen en el desacuerdo, se encontrarían en medio de una pinza de insoportable exigencia, entre la impaciencia de los poderes económicos y el hastío del pueblo llano. Así que, calma, habrá gobierno. Las guerras del mundo antiguo pueden parecernos rudimentarias por la casi nula movilidad de los contendientes pero, desde luego, obtenían un resultado. La que tiene lugar estos días reviste un aura casi bíblica y está esencialmente planteada como un asedio a la fortaleza del pepé por parte de los podemitas, para lo que ambos contendientes necesitan el concurso de las fuerzas que han quedado en tierra de nadie, singularmente los socialistas, enfrentados al doloroso dilema de dar la victoria a uno de los contendientes pero no ganar la batalla. El resultado, por ahora, es imprevisible pero se admiten apuestas. La mía es que optarán por sumarse a los que defienden la fortaleza a cambio de alguna prenda o rescate, quizás la retirada del actual alcaide, después de que usted, desocupado lector, haya depositado su esperanzado voto en la urna.