El diario de referencia ha reunido en su suplemento dominical a un ramillete de cuatro intelectuales para diagnosticar  qué le ocurre al país. Como los males de la patria más parecen una epidemia que una enfermedad rara, el ejercicio periodístico es más retórico que otra cosa y el diagnóstico puede resumirse en pocas líneas. En los años noventa, el gobierno de pepé abrió en canal el país para dar entrada al dinero fácil y resituar su aparato productivo en la nueva distribución internacional del trabajo y del capital derivada de la implantación de la moneda única. Según este designio, España sería hacia el exterior un espacio desindustrializado, destinado al consumo de bienes de importación y a la oferta de servicios de ocio, es decir, turismo, y hacia el interior, un gigantesco solar para cubrir de ladrillo y cemento con dinero abundante y barato. Unos cuantos hicieron buenos negocios, otros además corrompieron las instituciones y el pueblo (ex) soberano se endeudó hasta las cejas obnubilado por la falsa expectativa, ideológicamente inducida, del final de los ciclos económicos y de la expansión sin límites. Todo el sistema económico se convirtió en una estafa piramidal con el impulso del gobierno y de sus taifas regionales, cuyos miembros y redes clientelares, que ahora desfilan por los juzgados, fueron los más obvios e inmediatos beneficiarios del tinglado. Los socialistas, a su turno, no quisieron o no pudieron parar la ruleta hasta que el invento les explotó en la cara. A continuación, de nuevo la derecha en el gobierno, la política se dirigió a cargar sobre las capas  bajas de la sociedad los recortes exigidos para pagar las deudas contraídas y rescatar a los bancos despilfarradores. Salarios más bajos, empleos más precarios, menos servicios sociales, recortes en la educación y sanidad públicas, una fiscalidad beligerantemente asimétrica, y demolición de la hucha de la seguridad social para sujetar con alfileres las pensiones y el voto cautivo de sus beneficiarios, mientras los acreedores internacionales, exentos de la censura de las urnas, no cesan de apretar las tuercas sobre el país y su gobierno dispuestos a cobrarse hasta el último gramo de la libra de carne debida. El estropicio ha sido tan grande que el castigo no solo ha afectado a las clases más bajas, las que generalmente carecen de voz y solo pueden aspirar a manifestarse sino mediante formas radicales, fácilmente manipulables y controlables, sino que ha alcanzado a innumerables pequeños y medianos negocios y empleos estables y razonablemente retribuidos, y a una significativa parte de las clases medias emergentes, que han visto sus expectativas cercenadas y los valores de trabajo, mérito y competencia en los que habían cifrado su ascenso social, burlados por una nube de incapaces, corruptos y sinvergüenzas alojados en los escaños del poder. Son los hijos universitarios de estas clases medias burladas los que han organizado políticamente el descontento social y dirigen el partido emergente de la izquierda. A su vez, las clases propietarias de toda la vida, que siempre creen que tienen que pagar los otros, se han amurallado en el partido del  gobierno, lo que explica la estabilidad de su voto. En medio, los socialistas clásicos han perdido la credibilidad histórica que les dio el poder en ocasiones anteriores y el joven partido de la derecha, carente de una ideología alternativa a la dominante, que nos ha llevado a la situación actual,  ha agotado su reserva de gesticulaciones negociadoras. Este esl el quid de la polarización que tanto alarma al periódico de referencia y sobre la que está basculando la campaña electoral.