Un hombre levanta la mano, pide la palabra y dice: “Esta historia no me la ha contado nadie porque es mi historia. Tengo sesenta y un años y empecé a trabajar al día siguiente de cumplir los catorce. No he sido un trabajador conformista, así que he dejado algún trabajo y de algún otro me han despedido por lo que en mi vida laboral ha habido periodos de paro, lo que quiere decir, que he entrado y he salido algunas veces de las oficinas de empleo. Mi hijo acabó la carrera el pasado junio y buscó trabajo, no en lo suyo sino en lo que saliera, y después de mucho buscar encontró un empleo de dependiente en la tienda de promociones deportivas del (aquí da el nombre del primer club de fútbol de la provincia, enfangado como tantos otros del ramo en un asunto de corrupción) y en este tiempo ha trabajado un total de unas cincuenta horas en periodos discontinuos, pues bien, mi hijo ha entrado y salido de la oficina de empleo en estas semanas más veces que yo en cuarenta y siete años”. A experiencias como la del hijo de este trabajador se debía referir el jefe de patronal española cuando proclamó que “el trabajo fijo y seguro es un concepto del siglo XIX”. Como a todos los demagogos, la lógica del lenguaje le jugó una mala pasada y se deslizó en un lapsus linguae ya que lo que probablemente quería decir era que volvíamos al siglo XIX cuando el trabajo era azaroso e incierto, además de alienante, por decir lo menos. Volvamos a ese chico, episódico dependiente de la tienda de material deportivo, e imaginemos las bruscas y continuas correcciones que su trayectoria vital ha sufrido a manos de las fuerzas del sistema apenas ha asomado a la vida adulta. No solo le privan del derecho a trabajar en aquello en lo que se ha formado y para lo que presuntamente es más competente y más útil para la sociedad sino que lo arrojan a un cubiliteo incesante en busca de cualquier empleo en empresas basura, como el club mencionado, para estar en el mercado del que, una vez dentro, es expulsado rutinariamente, para ser admitido de nuevo y de nuevo expulsado, convertido en un dato fungible de las estadísticas laborales. Adiós, pues, a cualquier proyecto vital que no sea convertirse en un paria, despojado no solo de los recursos materiales para llevar una vida digna de acuerdo con los estándares propios de la sociedad que le emplea y le despide simultáneamente, sino incluso de la vida misma, es decir, de su posesión más preciada: el valor de la existencia. ¿Se imaginan la cantidad de solicitudes, papeleos y esperas que envuelven este frenético ir y venir del empleo al paro y del paro al empleo, es decir, en la gestión del propio fracaso? Se acabó la ética del trabajo sobre la que se ha asentado históricamente el capitalismo, es decir, el tiempo regulado y productivo y la correspondiente compensación a quien ejerce sus competencias y cumple con sus obligaciones. ¿Qué demonios significa en este contexto el trabajo duro que está en la base de cualquier expectativa de mejora social y económica cuando el mismo trabajo se ha convertido en un material deleznable? La corrosión del carácter es el título de un afinado y deslumbrante examen del sociólogo Richard Sennet sobre los efectos devastadores que tiene en los individuos la actual provisión del trabajo en un marco neoliberal. Leí el libro por recomendación de un estudiante universitario que cursaba el último año de carrera y, entre estudiantes de enseñanza superior, este libro es un clásico. Porque cuenta lo que les espera.
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