En su libro Eichmann en Jerusalén, Hannah Arendt dedica un extenso apartado a examinar la persecución de los judíos en cada país europeo ocupado por los alemanes para demostrar que el desarrollo de la llamada Solución Final tuvo dimensiones y efectos distintos en cada uno según el grado de colaboración de las autoridades y de la población locales. En Dinamarca, fronteriza con la Alemania nazi, la labor criminal de Eichmann y sus secuaces fue imposible porque la población se empeñó en una activa red de acogida y evacuación clandestina de los judíos daneses hacia la neutral Suecia. Recuerdo la repentina simpatía que me invadió hacia ese país báltico que no conozco y del no conozco a nadie cuando leí hace unos años esta información histórica, que he vuelto a recordar con sorpresa al saber que las autoridades danesas multan a los ciudadanos de ese país que muestran alguna actitud humanitaria hacia los refugiados. Acoger temporalmente o montar en tu vehículo a una familia con niños que vaga por las carreteras danesas hacia Suecia en busca de asilo es un delito penal de tráfico de personas. Uno de los rasgos del mal de nuestro tiempo es que resulta inidentificable cuando se comete e incomprensible después de cometerlo. Es lo que acertadamente describió Arendt como banalidad del mal, una expresión a menudo malinterpretada pues no quiere decir que el mal sea banal en sus efectos y consecuencias sino que se produce en un contexto de normalidad y legalidad que, no solo absuelve al ciudadano de su inacción sino que penaliza la acción a favor del bien, como ocurría bajo la dominación nazi. Hay pocas dudas de que la crisis de los refugiados ha llevado a las instituciones europeas a un nivel de encanallamiento difícilmente parangonable. La cuestión es que estas autoridades actúan así por miedo a la reacción de su electorado que, al parecer, detesta a los refugiados como las poblaciones europeas de entreguerras detestaban a los judíos. Estamos, pues, ante un odio democrático. La aportación específica de los gobiernos es elevar este sentimiento a rango de ley para sofocar mediante el código penal cualquier acción transgresora a fuer de espontáneamente humanitaria, como la de socorrer a un viandante o a dar de comer a un niño. Imaginemos que los automovilistas daneses cumplen cívicamente la ley e ignoran a los refugiados que caminan por el borde de la calzada. ¿Qué piensa hacer el gobierno danés o cualquier otro con estos vagabundos una vez que ha interpuesto a la policía con sus porras y botes de humo? Y no respondan, por favor, con las acarameladas y prolijas imágenes de la recepción de un reducísimo puñadito de refugiados que inundan estos días los medios porque, como dijo nuestro admirado Goering, creo: cada alemán conoce a un judío bueno al que salvaría la vida. No haría falta añadir que la llamada Solución Final fue un proceso gradual que terminó, no solo con su objetivo directo sino con la Europa que la había auspiciado, porque, a lo que parece, la Historia ha dejado de ser entre nosotros una guía del comportamiento político.
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