Un tertuliano televisivo, no me pregunten el nombre, que se pregona de izquierdas y que dice de sí mismo haber oficiado de mediador en diversos conflictos oficiales, defiende ardorosamente una futura coalición del pepé y del pesoe como solución a los males de la patria. A poco que desarrolla sus argumentos, se advierte que la razón principal es dejar fuera de juego a los antisistema [sic]. Es curioso observar que lo que parece más razonable en política no es sino un gesto instintivo para salvarse uno mismo. ¿Es razonable arrojar por la borda a una parte del pasaje cuando la embarcación zozobra? Sin duda, es lo primero que se le ocurre al que ocupa la cubierta superior y lo que se hace en ocasiones en las sobrecargadas pateras de migrantes que cruzan el Mediterráneo. Quién iba a decir que íbamos a aprender know how de las detestadas mafias que se lucran con el drama de lo refugiados, pero, qué carajo, si unos escarban el dinero en el fracking de la tierra, por qué no hacer fracking con la humanidad que vive encima. La gran coalición en este país tiene, sin embargo, algunas contraindicaciones, no solo ideológicas y de tradición política, sino meramente aritméticas. En 2008, la suma de votos de los dos grandes partidos incluía a un muy holgado 84% de la población, y ahora apenas alcanza el 51%. Sigue siendo un porcentaje mayoritario pero, para que funcionara bien, se necesitaría que ambos partidos estuvieran fundidos sin resquicio alguno y que la política derivada de su fusión produjera beneficios inmediatos y perceptibles en términos de crecimiento económico y distribución de las rentas, y no solo de estabilidad política. El pepé ha tenido cuatro años de inapelable estabilidad, ha cumplido con lealtad la agenda de austeridad impuesta y, al borde de nuevas elecciones, se ve en la necesidad de tener que mentir de nuevo sobre impuestos y recortes futuros. El drama de las elecciones nacionales es que la democracia ha sido despojada de su competencia, y de su autoridad también, para modificar el estado de la sociedad. Gobierne quien gobierne, las cosas seguirán mal para un segmento creciente de la población que, a día de hoy, alcanza a casi la mitad del censo. Un treinta por ciento porque está ya arrojado a la pobreza y un restante veinte por ciento porque no ve ningún horizonte que merezca ese nombre. Sistema y antisistema se han vuelto nociones indiscernibles. Cuando la mejor fórmula de gobierno consiste en una operación aritmética que deje fuera a la mitad de la población, como sugiere el tertuliano para España, o que todo el arco parlamentario se tenga que volcar en apoyo a un candidato marginal para disputarle la presidencia a un fascista, como ha ocurrido en Austria, ¿de qué sistema estamos hablando?