Ahí está, en la divisoria de dos barrios de la ciudad, que en un tiempo remoto estuvieron enfrentados a tiro limpio, en medio del gran río que da nombre a la península y que se apresta a desembocar en el Mediterráneo, como si pretendiera detener su curso o al menos obstaculizarlo. Un artefacto aguzado, enhiesto e indescifrable sobre un plinto, con un pájaro de alas desplegadas que le sirve de proa. Feo como un adorno de rotonda, y, a primera vista, extraño como el mástil de un pecio surgido con la marea baja. Ha estado ahí desde siempre, es el argumento principal de los vecinos de Tortosa que en referéndum se han negado a removerlo del lugar donde fue plantado por Franco en los años sesenta para conmemorar su victoria en la batalla del Ebro. El alcalde se ha visto abocado a explicar lo obvio: no somos franquistas. La retirada del monumento se enfrenta a las dificultades de cualquier iniciativa dirigida a aplicar la normativa de lo que llamamos memoria histórica, que intenta cohonestar dos términos a menudo antagónicos. La historia son hechos que no discute nadie, salvo insensatos o malvados, pero la memoria es patrimonio de cada individuo o, como mucho, de cada pequeña comunidad o grupo, que tiene sus razones, en ocasiones respetables y otras no tanto, para interpretar el pasado de acuerdo con sus intereses. Los vecinos de Tortosa creen que el adefesio atrae al turismo y seguro que es cierto porque los turistas son tantos y tan voraces que han mutado de admiradores de la obra construida a curiosos del vacío instituido, pues no otra cosa representa ese monumento. En mi pueblo se quedan boquiabiertos ante la calle Estafeta, que es una rúa de lo más anodino, porque por ahí pasa el encierro de los sanfermines. La ley de memoria histórica obliga al ciudadano medio a un esfuerzo de toma de conciencia para el que no está ni preparado ni interesado. Los más viejos del lugar nacimos y vivimos bajo el franquismo sin saber que se llamaba así y mucho menos qué significaba, excepto por lo que se destilaba en las familias, que era distinto en cada casa. La transición, tan pródiga en consensos, según afirman sus apologetas, dejó de lado cualquier intento consensuado de construir una renovada conciencia nacional y se hipotecó al olvido como fórmula de reconciliación. La democracia española se constituyó en un hecho político y jurídico pero no sentimental. Nada que ver con las democracias de Europa occidental basadas en un antifascismo compartido, que en las monarquías parlamentarias incluía a la familia real, lo que aquí no era el caso. La derecha no estaba interesada en cuestionar el pasado del que procedía y la izquierda careció de fuerza y de coraje para intentarlo, y ambos dejaron la tarea en manos de los historiadores, al margen de la conciencia cívica compartida, como puede verse en la azarosa comisión nombrada por la alcaldesa de Madrid. Este olvido táctico y la consiguiente quiebra de la memoria no han dejado de tener efectos políticos en cuestiones esenciales, por ejemplo, en la falta de acuerdo sobre las leyes de educación, o en la macización del bipartidismo, y probablemente se alce como un obstáculo insalvable para la creación de una grosse koalition a la alemana después de las próximas elecciones. Aquí, el principal damnificado va a ser el pesoe, el partido que más sacrificó en la transición para despojarse de su propia memoria… histórica.
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