Recuerdo vívidamente el lugar y las circunstancias en que recibí la noticia de la concesión del premio Nobel de literatura a Samuel Beckett en 1969 y la alegría que me produjo. Fue una tarde soleada de otoño madrileño en el jardín del chalé donde tenía su sede la revista Primer Acto en el paseo de La Habana de Madrid, a donde acudíamos un grupo de jóvenes encandilados para ensayar unas piezas de autores españoles, tributarios del autor irlandés, que no se estrenaron nunca. La primavera anterior, un grupo de aficionados con ínfulas habíamos estrenado Esperando a Godot. Estos titubeantes hechos del pasado, afincados en la memoria y desgajados de todo contexto, son en sí mismos beckettianos y podemos imaginarlos formulados por alguno de los desolados personajes de su teatro, tipos que parecen empeñados en la reconstrucción del mundo mucho después de que este haya sido destruido. Las palabras, los gestos y las rutinas que los relacionan y que constituyen la trama dramática tienen a la vez un carácter originario y atrozmente caduco, formas de vida en severo riesgo de extinción, y sin embargo valiosas e inesperadas por su rareza y por su extraña tenacidad. La literatura de Beckett representa el grado cero de la existencia. Los papeles de su teatro no son fáciles para los comediantes porque el ritmo y la sutil significación de los textos no se avienen a una interpretación naturalista y tampoco a su alternativa mecanicista. La primera fórmula estorba, emborrona el texto; la segunda lo quiebra. Además, el elenco debe exhibir una conjunción propia de un coro del ballet clásico; las personalidades fuertes y muy caracterizadas desentonan porque no hay solistas y los personajes carecen de carácter. Estos pensamientos me asaltan durante la representación a la que asisto en la escuela de teatro de mi ciudad e impiden que me entregue a la historia que se desarrolla en el escenario. Es una pieza de fragmentos beckettianos a la que han puesto por título Porvernir. El espectador está aquejado del mismo mal que los personajes: el ensimismamiento, la soledad, la insoportable pesadez de su propia historia. En conjunto, no somos más de dos docenas en el patio de butacas: un desierto, también muy propio, como si el escenario no tuviera límites. En la palestra, los jóvenes comediantes interpretan la obra con resolución y entrega, intentando entenderla y domesticarla, lo que no les resulta fácil. Y de repente ocurre, en el diálogo descoyuntado de dos personajes baldados: una mujer inválida, sentada en una silla de ruedas, y su criado. La mujer le conmina a que mire el paisaje por un catalejo y le pregunta qué ve; él es renuente a decírselo. El mar, responde. ¿Qué mar?, ¿cómo son las olas? Entonces, un cataclismo sacude al espectador que advierte que nunca ha navegado en un velero, ni en un vapor, ni en una lancha motora, y que su experiencia del mar no es mayor que la de esos personajes larvarios con un catalejo que peroran en la semioscuridad del escenario, y siente pánico, el mismo que acosa a los personajes, que por eso hablan, por decir algo, como yo estoy escribiendo ahora. Cuando termina la representación, los comediantes saludan mientras otean con el rabillo del ojo la intensidad de los aplausos para evaluar la aceptación de su trabajo, sin sospechar la consternación que mueve las prolongadas, perplejas palmas de este espectador.
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