Ahí va la última ley de la física recreativa, que acabo de descubrir y que se formula así: cuando los hechos sufren una aceleración suficiente, el discurso se contrae en la misma medida. La eclosión masiva de acontecimientos inesperados e indeseados acarrea que los argumentos se estilicen y las palabras que los nombran se compriman hasta alcanzar un término de altísima densidad, que, como una fórmula matemática, intenta describir de forma holística una realidad nueva, profusa, desconocida y potencialmente hostil. En el pensamiento mágico, este término holístico es el conjuro del hechicero para devolver a su cauce las aguas de un río desbordado o para tornar la sequía en lluvia. Tiene, pues, una función conservadora, dirigida a restaurar el orden subvertido por fenómenos nuevos que transforman la realidad hasta hacerla irreconocible. En nuestra tribu postmoderna hay dos términos generosamente utilizados como conjuros: casta y populistas, antagónicos en la esgrima verbal que, por ahora y sin entrar a mayores, es la política. Casta es un invento conceptual de los emergentes para trazar la raya divisoria entre el pueblo y la elite del poder, entre democracia y aristocracia, para decirlo a la antigua. El término casta es muy agradecido porque incluye a todo el que ocupa un área de poder, de concejal de aldea para arriba. A sentido contrario, tiene poco recorrido, como esas partículas que brotan en las colisiones inducidas de física experimental y que duran unos nanosegundos. Casta y su antónimo gente describen el estado de la materia en el instante del big bang, pero no sirven para articular el proceso posterior en el que la materia se conforma en nuevos cuerpos y se organiza en nuevas leyes. La gente, en general, quiere vivir en un planeta con agua corriente y electricidad y no formar parte del polvo cósmico, o peor aún, de la antimateria. Gran parte de las vicisitudes que ha atravesado el partido de Pablo Iglesias en esos meses –desde su apetito de cargos ministeriales cuando decía querer pactar con los socialistas, hasta la alianza con izquierda unida, pasando por la marginación de los errejonistas, partidarios del magma originario de la transversalidad–  se explican por la necesidad de dotar a su proyecto de un cuerpo doctrinal y organizativo que no se encuentra en el conjuro gente vs. casta. A su turno, los instalados en el establecimiento utilizan todo el tiempo el término populistas para descalificar a los emergentes. En la jerga política clásica es sinónimo de demagogos, pero como aquí hacemos demagogia todos (que se lo pregunten al moderado Rajoy con su subeybaja de los impuestos y el tirayafloja del déficit), era necesario encontrar un término que ciñera mejor el objeto que se pretende identificar y descalificar al mismo tiempo. Populista tiene una connotación clasista y derogatoria (pueblo igual a chusma) y encuentra su lógica en el pensamiento único vigente desde los años ochenta del pasado siglo, cuando se decretó el final de las ideologías. Simplemente, las cosas se hacen como se tienen que hacer y por quienes las tienen que hacer y no hay alternativa, que dijo la señora Thatcher. Gente y populistas son términos simétricos y arrojadizos, que sirven para definir un espacio dual nosotros/ellos, propio de dos ejércitos enfrentados. El espacio es el referente en el que se enmarcan los lenguajes primitivos y las situaciones estancas, pero no sirve para definir procesos dialécticos, que se desarrollan en el tiempo. Ahora bien, ¿cómo se inicia un proceso dialéctico, es decir, cuál es el punto de partida del cambio?  Hablaremos de ello.