Imagínense que la serie televisiva Cuéntame cómo pasó ofreciera al final de cada capítulo semanal un breve repaso a las escenas descartadas, lo que los enterados llaman making off, en las que los actores se dirigieran a su público televidente y, con el buen humor y la autocomplacencia que rige en esta clase de fragmentos, les llamaran pringaos, capullos o, para decirlo a la manera de Mario Conde, horteras. Eso es lo que han debido sentir los innumerables y tenazmente fieles seguidores de la serie cuando han sabido que sus protagonistas andan zascandileando en paraísos fiscales. Cuéntame era sobre todo un artefacto para consagrar en la imaginación popular una versión bonancible y optimista de lo ocurrido en la sociedad española en estos últimos cuarenta años y su público ha trabajado duramente para permitirse el modesto lujo de encender la tele a la hora de cenar y recibir del televisor el reflejo del igualmente modesto bienestar conseguido. Un día, sin embargo, el tipo que enciende la tele ha sido despedido de su empleo, o ha recibido un aviso de desahucio, o le han negado la beca de la hija o la asistencia social a su padre inválido, y a la vez se entera de que los entrañables Imanol y Ana se han llevado sus ahorros muy lejos del alcance del pringue en que él mismo está sumido sin remedio. En los remotos cines de barrio de nuestra infancia, había un momento inevitable en el que la proyección se detenía después de unos segundos de rayajos y números en la pantalla y se encendía la luz en la sala y ahí estábamos los espectadores un segundo antes encantados y ahora perplejos, malhumorados, reclamando airadamente a la ventanilla del proyeccionista, que quizás había ido a darse un desahago en las islas Seychelles mientras discurría la película. También aquéllos eran tiempos miserables, en los que la realidad era insoportable y en consecuencia lo era también la interrupción de la hipnosis que proporcionaba la ficción cinematográfica. En esta situación estamos ahora: con la luz encendida y la película abruptamente interrumpida. La cancelación de la serie Cuéntame es una metáfora insuperable del fin de una época. El editorialista del periódico de referencia no lo entiende así y, bajo la advocación de una estampita de Imanol y Ana, tilda de deriva inquisitorial lo que no es sino una radical ruptura de la confianza que une a la nación con sus élites y con los sueños que estas encarnaban, y qué duda hay de que la serie Cuéntame era un emblema nacional. El editorialista del periódico de la Transición se enfrenta a dos difíciles problemas al teclear su alegato. Primero, tiene que defender a su patrón, también fotografiado en lejanas y soleadas playas financieras, y segundo, tiene que desacreditar, si fuera posible, la eclosión de los medios digitales de la competencia a los que se debe el descubrimiento del pastel. La mala noticia es que para tamaño exorcismo no es suficiente el relicario de la sagrada familia de los Alcántara.
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