Hace unos años tuvimos en casa un gato siamés (en la imagen, ya viejo) al que llamaba Felinillo porque me parecía que el nombre tenía un aroma cardenalicio y nadie es más parecido a un príncipe de la iglesia que un gato, en su fingida modestia, en su estereotipada elegancia de modales, en su indulgencia para sí mismo y en su secreta agresividad cuando ve afectados sus intereses, y, como corresponde a todo ser vivo, incluso a los cardenales de Roma, Felinillo atravesó un fastidioso periodo de celo que, antes de terminar abruptamente en la oportuna intervención quirúrgica, vino a coincidir con una campaña electoral de la época. Veía al gato cortejar con uñas y dientes a un cojín del sofá y al político dirigirse a la audiencia desde el televisor y los dos tenían el mismo aire absorto, obstinado, casi histérico, mezcla de deseo y de furia. Descubrí entonces que ni el cojín ni la audiencia sentada ante el televisor eran el objeto real del gato y del político, respectivamente, sino el frontón circunstancial de un juego que empezada y terminaba en la satisfacción del propio deseo, dictado por la naturaleza de ambos. La reproducción de la especie, la conquista del poder: un mismo mandato bíblico para personas y bestias. Desde entonces, Felinillo y sus escarceos eróticos con el mobiliario doméstico me vienen a mientes cada vez que un político perora durante la campaña electoral. Es seguro que él se cree refinado, creativo y justo, pero lo cierto es que resulta rudimentario, consabido y oportunista. Lo que distingue al gato del político en sus respectivos afanes es que el primero conserva la dignidad de su naturaleza, o la recupera al instante, mientras que el segundo deja en la memoria del testigo una huella indeleble de que es tonto o malvado. No creo que la virtud democrática de ningún ciudadano de cierta edad sobreviviera si, por un milagro de la memoria, pudiera recordar todo lo que ha tenido que oír durante los innumerables periodos electorales que han jalonado su vida. Nuestro parsimonioso presidente del gobierno en funciones comparte esta fatiga y detesta los mítines, las comparecencias, los debates y, en general, todo lo que tenga que ver con expresiones de celo porque para nuestro presidente el poder político es una derivada del orden mineral de las cosas, del que también forman parte los terremotos, los derrumbes y las inundaciones, pero qué le vamos a hacer. Echar a este personaje de la poltrona es el único objetivo digno de ese nombre en las próximas elecciones, pero ahí están quienes podrían hacerlo, enzarzados en un frenético cortejo con el cojín del sofá de su casa.