Formó parte del pequeño grupo de periodistas españoles que el 29 de abril de 1975 estaba en el Saigón asediado y fue evacuado en un helicóptero militar norteamericano en las últimas horas antes de la caída de la ciudad y del fin de la guerra de Vietnam. Aquella experiencia a los diecinueve años marcó su vida, si hemos de creerlo por las veces que él mismo la recordaba. Hubo luego otras guerras que fotografió y otras misiones en paisajes remotos, que lo convirtieron en un corresponsal de guerra y fotorreportero de referencia y que respondían a esa exigencia de héroe de aventuras que alentaba en él. Era atractivo, alto, rubio, de ojos azules, aspecto deportivo y expresión tímida que se transformaba en decidida cuando empuñaba una cámara: espada y escudo de caballero andante al mismo tiempo. Le conocí en una circunstancia particularmente anticlimática para un carácter como el suyo, en la que la cámara no era la herramienta más necesaria para la tarea que tenía encomendada.
Una empresa editora de nuevo cuño le trajo a esta provincia, que era la suya y a la que estaba fuertemente ligado por razones familiares y sentimentales, para dirigir un diario en los complicados años noventa: corrupción política, cambio social, batallas callejeras, amenaza constante del terrorismo. Era como si el caos que había fotografiado por el lejano mundo hubiera venido a instalarse en la plácida y conservadora ciudad de su memoria juvenil. Estoy seguro de que nunca llegó a entender lo que pasaba a su alrededor, y algo más: tampoco llegó a aceptarlo. De alguna manera, el destino pequeño y periférico en el que había caído, esa accidental forma de retorno al hogar, era para él un exilio. Había convertido su diminuto despacho del periódico en una capilla contra sus temores y perplejidades; de las paredes colgaban numerosas fotografías de gran formato y cariz heroico que había tomado en escenarios de guerra y dos objetos muy intrigantes, un par de guantes de boxeo y una campana de barco con el nombre de la embarcación, Titanic. Aquella panoplia de artefactos varios que coloreaban la aridez del habitáculo constituía un manifiesto existencial: nostalgia del arrojo y la aventura, voluntad de lucha y presentimiento de la derrota. Después de aquella experiencia profesional compartida en la que no hubo entendimiento entre nosotros, no volvimos a encontrarnos.
Regresó al periódico madrileño de cuyo grupo de fundadores había formado parte pero ya no como corresponsal en el extranjero sino en tareas de mesa de redacción. Era también periodista literario y sus crónicas eran directas, escuetas, ceñidas, como una instantánea fotográfica y, si bien le atraían las entretelas de la realidad y las exclusivas impactantes, sin duda influido por las prácticas de su periódico y de su famoso director, carecía de colmillo para desentrañarlas. A la postre fue un hombre bueno que quiso ser Corto Maltés, como nos cuenta Javier Errea en el emotivo obituario que le dedica en su blog, y es posible que nada como este anhelo explique mejor el aire de perenne adolescencia que yo recuerdo en Fernando Múgica.