Los paseos de los jubilados son incursiones en la Comala de Pedro Páramo, donde vivos y difuntos, paisanos de carne y hueso y sombras incorpóreas, habitan una misma vecindad estupefacta. Se cruzan en la vereda, se saludan, cambian unas palabras de circunstancias y se desvanecen. Así ha sido el encuentro esta mañana con un viejo conocido (si no es un pleonasmo, a estas alturas). Hola, qué tal va eso, pues ya ves, yo tampoco me puedo quejar, tienes buen aspecto, tú también, ya me gustaría, hasta la vista, adiós. Los personajes de este encuentro se conocen desde que compartieron el aula de las primeras letras en la escuela pública del Ave María. Después, frecuentaron en diversas épocas otros espacios compartidos: la misma empresa, durante un tiempo; el mismo bar, en otro periodo; el mismo gimnasio, más tarde, cuando los dos empezaron a disciplinar al cuerpo para alcanzar la inmortalidad, y quizás en otras ocasiones y circunstancias que hemos olvidado. Apenas se han despedido, cada uno en la dirección opuesta del otro, y la memoria se despereza empeñada en dar su testimonio. Ahora mismo no recuerdo cómo se llama este hombre, ya me vendrá, pero los dos tenemos siete años y estamos sentados en bancos corridos alrededor del vigoroso don Ángel que imparte la enseñanza de la doctrina que precedía a la primera comunión y él se mostraba distraído e inquieto; el cura le ordena que salga al centro del círculo, ahí, en medio; él ¿cómo se llama? se malicia lo que se avecina y avanza cauteloso, con los antebrazos pegados al pecho y cubriéndose torpemente la cara con las manos, como el sparring de un combate amañado. El cura escruta durante unos segundos al catecúmeno, y truena: dime el credo. El chiquillo balbucea, Creo en dios padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, y mientras desgrana el recitado de la fe de Nicea sobre la que se han asentado dos milenios de cultura europea, arrullado por la oración y confiado en su fuerza, poco a poco baja la guardia y descubre su cara de aturdimiento, el cura salta como un tigre y le pega una hostia que da con el chiquillo en el suelo. La escena se impregna de cólera y de miedo. En sesenta años de encuentros con este hombre ¿pero cómo se llama? no he dejado de recordar cada vez aquella brutal, artera e injusta bofetada que recibió al mismo tiempo que la fe, y esta mañana el recuerdo ha hecho que volviera la vista atrás, cuando ya nos habíamos alejado unas decenas de metros el uno del otro, para comprobar con incansable asombro que había sobrevivido. Pero, ¿y si no fue él el que recibió la bofetada?