El visitante entra en una sala dedicada a la memoria de un astronauta soviético, Ivan Istochnikov, cuya desaparición en el espacio durante una fallida misión Soyuz en 1968 fue ocultada por las autoridades de la URSS hasta la llegada de la perestroika. El memorial es una panoplia de imágenes de la vida del astronauta, así como de diversos equipamientos, uniformes, trajes espaciales, etcétera, atribuidos al astronauta y a su época, que refuerzan el carácter documental de la muestra. Las tarjetas explicativas al pie de las imágenes y de los objetos contextualizan y autentifican el material expuesto, como es usual en estas instalaciones. Algunas de las fotografías son pares gemelos de la misma instantánea que prueban la manipulación de que fue objeto el original para hacer desaparecer al astronauta de la imagen en la que aparece con sus compañeros de empresa, algunos muy conocidos, Yuri Gagarin, Valentina Tereshkova, de un modo que al espectador le resulta familiar. Éste recorre la sala con una mezcla de curiosidad histórica y de perplejidad estética porque lo que ha ido a ver al museo donde se expone el memorial es la obra del fotógrafo Joan Fontcuberta, y puede que recorra la sala sin reparar en que el astronauta soviético tiene la cara de Fontcuberta, el cual le mira desde las imágenes con una sonrisa irónica. El fotógrafo Fontcuberta no es aquí el agente que dispara la cámara para ofrecer un documento directo de lo que está viendo, sino el prestidigitador que, en las cubetas de revelado o en el editor informático, inventa una realidad inexistente, vale decir, un mundo ficticio tan robusto y verosímil como el real, sin que el espectador se despiste del argumento que se le ofrece. Este deslizamiento desde la verdad al engaño es desconcertante pero, al mismo tiempo, extrañamente liberador. En la exposición, Fontcuberta lleva este propósito a casi todos los campos temáticos tradicionales de la fotografía -el reportaje histórico, la fauna, el paisaje, el arte- y en todos los casos los trampantojos son eficaces porque respetan al detalle las convenciones de cada género fotográfico. El espectador ve lo que el fotógrafo le dice que va a ver y se admira de la información que contiene el documento sin cuestionar el documento mismo. Esta credibilidad a priori es una prerrogativa exclusiva de la fotografía porque cualquier otro vehículo documental, sea escritura, pintura, escultura, etcétera, exige ser autentificado en sus fuentes, pero la fotografía –mecánica, instantánea- vampiriza las cualidades de las otras artes sin pagar peaje alguno. Si es un reportaje, aceptamos su verdad histórica; si es un retrato o un bodegón, la interpretamos con los códigos estéticos tomados de la pintura; si se trata de una imagen científica, esperamos que responda a lo que la ciencia sabe sobre la cosa fotografiada. El objetivo de la exposición es quebrar este nexo sagrado entre el artífice y el espectador, que rige en la convención fotográfica, pero el espectador no lo sabe, y se extraña primero, se resiste al juego después y por último huye resuelto a perseverar en el encantamiento que le proporcionan las imágenes. No en vano la exposición de Fontcuberta se celebra en la misma sede universitaria donde se cree a pie juntillas y se predica la autenticidad documental de la llamada sábana santa de Turín, la cual puede considerarse una foto muy primitiva.