El teatro es una querencia que se descubre temprano, si se tiene, quizás porque parece ofrecer la oportunidad de satisfacer dos necesidades contradictorias: salir de uno mismo sin abandonar el propio cuerpo y dominar el mundo con la palabra y el gesto desde un disfraz. El teatro como soporte de lo que no tiene sentido, ni lógica, ni raíces, en resumen, la realidad misma. El comediante, transmutado en personaje, le da la réplica y la denuncia para sacudírsela de encima: una historia llena de ruido y de furia. En este estado de alienación juvenil, se hacen los primeros y a menudo también los últimos pinitos en el escenario hasta que en el forcejeo entre la realidad y su representación gana la primera, pero eso ocurre más tarde. Entretanto, la fiebre ha dejado una huella indeleble porque ensancha la percepción y la hace sensible a luces y sombras, volúmenes y perspectivas insospechadas. El actor, como cualquier hijo de vecino, debe desenvolverse en un escenario que le es impuesto, en una historia que viene escrita y en un personaje que no es él mismo. La práctica del teatro en la edad temprana es un poderoso estímulo pedagógico y puedo imaginar que esa es la experiencia que han recibido los cientos de alumnos de instituto que durante treinta y cinco años han participado en el taller de teatro que ha dirigido el profesor Ignacio Aranguren. Alevines novatos de dieciséis o diecisiete años cargaban sobre sus hombros a personajes de Plauto, Goldoni, Arthur Miller, Valle-Inclán o Moliére -Aranguren no se andaba con chiquitas- sin que les flaquearan las piernas y sin que menguara un ápice su densidad dramática. Año a año, mudaba el autor, el género, la concepción del espectáculo, la puesta en escena, sin que la representación dejara de ser fresca, entusiasta y carismática. En mi breve experiencia como crítico teatral dejé escrito que el estreno anual del taller Navarro Villoslada era el acontecimiento teatral más importante de la ciudad, y aún lo creo. La fórmula mágica con la que Aranguren conseguía armonizar el manojo de emociones y anhelos que hervían en un grupo de adolescentes para ofrecer un espectáculo impecable quedará en secreto y seguramente es irrepetible. En todo caso, quienes participaron en el taller no olvidarán nunca el momento en que subieron a los cielos impostados de las bambalinas y gozaron de la experiencia de ser un extraño sin dejar de ser ellos mismos. Ahora, por fin, habría que decir, el gobierno regional ha reconocido a Aranguren el mérito para la concesión del más alto reconocimiento que otorga a los creadores de cultura. Honor al teatro y a quienes tienen el don de hacerlo.
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