La gente de izquierdas de nuestra generación nunca se identificó como socialdemócrata, ni siquiera los que votaban conspicuamente al pesoe; quizás lo éramos, o incluso algo menos que eso en términos de radicalismo político, pero desde luego no lo reconocíamos porque, cómo decirlo, quedabas como un nenaza. Qué soy no es una pregunta que nos hagamos a diario. Ahora, ser socialdemócrata es una identidad sobrevenida y en cierta manera mítica, que evoca un paraíso perdido, como para un judío Sión o el califato de Córdoba para un árabe. La identidad se exacerba en momentos de crisis. Una de las preguntas más perspicaces que he leído nunca es una fantasía del teólogo alemán Hans Küng: ¿Fue Jesucristo consciente en todos los momentos de su vida de que era el hijo de dios? Lo que sabemos es que el personaje recuperó esta identidad cuando colgaba de la cruz para implorar al padre que lo sacara de allí. La gente se declara socialdemócrata para no perder el empleo, la pensión, la vivienda y la esperanza para sus hijos, ante la mirada de los neoliberales que están al pie de la cruz repartiéndose la túnica del crucificado. (Lamento haber caído en una metáfora rancia que quizás ya no se entienda; son desbarres de monologuista). Lo que está en crisis no es la socialdemocracia sino la izquierda, se llame como se llame. La base histórica de esta opción política –la clase obrera industrial- se ha ido al garete, como anunció con perspicacia asesina la señora Thatcher, y las capas sociales que la formaban se han quebrado en dos facciones muy distantes si no enfrentadas: una pequeña minoría que puede acceder a los pocos pero bien remunerados empleos cualificados que proporciona la globalización, y una mayoría condenada al desempleo o a trabajos locales de bajo valor añadido y sueldos de miseria. La equivocación de Sánchez en las pasadas negociaciones fue querer ganar el gobierno representando los intereses de los primeros para lo que pedía la aquiescencia y el voto a los segundos. No funcionó porque los soportes de la identidad socialdemócrata han sido destruidos: la capacidad de negociación colectiva, los mecanismos para la igualdad de oportunidades, las inversiones productivas, y, en último extremo, la credibilidad y la autonomía del gobierno y del estado para enderezar la situación y conducir la economía más allá de atornillar el gasto público por orden de poderes que están fuera de su alcance y del de sus votantes. Ninguna fiesta nacional del 12 de octubre concita la adhesión y el entusiasmo, aunque sean forzados, del cumpleaños de Amancio Ortega. La fórmula socialdemócrata no funciona en ninguna parte de Europa, donde la gobernación de la derecha es unánime, ya sea protagonizada por gobiernos conservadores o por socialistas vergonzantes en Francia o Italia, cuya acción se guía por el miedo a parecer radicales. Los resultados están a la vista. En Alemania gobiernan semiocultos en coalición con la derecha, parapetados tras la residual pujanza industrial y el aún robusto estado del bienestar del país. Ya veremos cuánto dura cuando los fraudes medioambientales de Volkswagen den sus frutos y la bolsa de Frankfurt haya exprimido del todo a los países meridionales a eurazo limpio. El editorial del diario de referencia vuelve a gimotear reclamando el impulso del pesoe y ordenando a su dirigente que de una vez dé una buena patada en el culo a la marabunta podemista. Como si fuera fácil. Para ello sería necesario que el desahuciado que vota morado, y nunca mejor dicho, fuera tan socialdemócrata como Juan Luis Cebrián, el patrón del periódico que imparte la homilía.
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