Los viejos hemos de prevenirnos de dos tropiezos: los que nos deparan las irregularidades del pavimento callejero y los alojados en la mecánica de los programas informáticos que constituyen la llave de acceso al mundo. Ambos están emboscados en la rutinaria gimnasia física e intelectual dirigida al mismo objetivo imposible: salvar la vida. Este pensamiento me acompaña mientras me dirijo al café de media mañana: academia, liceo, jardín y pórtico de sofistas tardíos. En la mesa se sienta Javier López de Munáin, el mejor librero que ha tenido esta ciudad. Llega unos minutos tarde porque se ha enemistado con su esqueleto y aún no se ha sentado cuando nos da noticia de Palladas, con la misma urgencia y regocijo que si ese personaje hubiera aparecido en los papeles de Panamá. Los asiduos clientes de El Parnasillo eran objeto de una atención especial por parte de Javier: los llevaba del brazo hasta los anaqueles de los clásicos grecorromanos de los que extraía algún tomito que abría sin dubitación por determinada página y del que leía al invitado un fragmento de interés. Diríase que tras cincuenta años de oficio había vuelto a los orígenes y a su entender la literatura que vino después de estos autores primeros fuera prescindible. Una manera como cualquier otra de reconocer la futilidad del esfuerzo humano, del que Javier hace una única excepción: el Ulises de James Joyce, la historia del regreso a casa a través de océanos de palabras. ¿Sabéis quién era Palladas?, inquiere. Los demás arqueamos las cejas, a la espera. Un infeliz que vivió en Alejandría en el siglo IV y ha dejado unos cuantos epigramas que se recogen en una antología de la Universidad de Cambridge; el pobre se queja en sus versos de que los cristianos le han echado de su empleo de maestro porque era pagano y no le permiten divorciarse de su mujer porque han decretado que el matrimonio es indisoluble. De repente, Palladas se convierte en nuestro contemporáneo, el único honor que podemos conceder los vivos a los muertos, y a partir de sus cuitas recorremos de tumbo en tumbo y de ocurrencia en ocurrencia la historia de la humanidad hasta llegar a lo que nos queda; los amigos idos, los olvidados, los que han desertado (uno está dos mesas más allá, enfrascado en la lectura del periódico, para no verse obligado a saludarnos), fragmentos de arcilla con ininteligibles versos grabados, bronces cubiertos de verdín camino del chamarilero, muros sepultados bajo la hiedra. Y aún tenemos que hablar de lo que pasó en febrero del setenta y dos, recuerda uno cuando ya levantamos el campo, y por poco consigue que la tertulia se prolongue una hora más, pero hay un tiempo para cada labor, como recuerda el Eclesiastés, y es hora de ir al médico, al banco, a la pescadería o a escribir esta nota que, quién sabe, quizás goce el destino de los epigramas de Palladas.
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