He pasado el día de la República esperando que mis muy competentes y jóvenes amigos de Inthemiddle pusieran otra vez en órbita este artefacto, que, al parecer, no pudo soportar la actualización que WordPress hace rutinariamente de su sistema, por ser demasiado avanzada para mi ordenador. Hablo de oídas y a bulto, porque no entiendo ni una palabra de este negocio, pero me parece congruente que cualquier actualización de las nuevas tecnologías sea demasiado avanzada para los chismes de mi edad. También es congruente con la biografía de la gente de mi generación que la fiesta de la República nos encuentre esperando, ya sea el arreglo del utillaje o el cambio del sistema político. Siempre hay una herramienta técnica o histórica pendiente de reparación, siempre falta una pieza. Pero se ve que tanto para la técnica como para la historia somos inhábiles. “Hoy brindaré por la República, pero no me lamentaré nada por la situación que vivimos”, así encabeza su columna un colaborador tipo del periódico de referencia y esta afirmación resume bien la mezcla de cinismo y apoltronamiento, para no hablar de la desconfianza y del temor reaccionario hacia el futuro, que caracteriza a la generación que ahora se jubila, y a la que pertenezco, que hace cuarenta años emergía de las sombras y para la que, sin más esfuerzo que el que se requiere para tomar del árbol una fruta madura, las cosas fueron natural y razonablemente bien. Mi generación urdió instituciones, inventó mitos, creó relatos, fingió que no existía lo que no quería ver y se puso a laborar a sus negocios sin mirar debajo de la alfombra. Y, como dice el columnista, no podemos lamentarnos de que esta felicidad no haya acaecido bajo la República. La autocomplacencia es tanta que a veces parece que hubiéramos perdido el sentido de la realidad y confundimos los argumentos con las chochadas, como las que profirió hace unos días el rutilante académico contra la alcaldesa de Barcelona.  Otro modo de pasar el día de la República, ahora de moda entre la casta dirigente, es esperando, no al fontanero o al informático, sino a la policía para balbucir a renglón seguido unas repulsivas explicaciones sobre la cuenta opaca descubierta en alguna isla del tesoro. Yo no he sido, eso ya estaba ahí cuando llegué, que gran idea señor director, es la tríada de principios morales que rigen el comportamiento de Homer Simpson y que venimos escuchando invariablemente de los sorprendidos con la fortuna oculta entre los tiburones del Caribe. La celebrada ocurrencia del reincidente Mario Conde cuando el mayordomo le informó de que unos señores se habían presentado con la orden de llevarlo al trullo –“si está aquí la Guardia Civil es que viene  con los deberes hechos”– podría atribuirse a un dibujo animado. Homer Simpson y Mario Conde, dos personajes de la televisión que tienen en común la moral y el color amarillo, mas no la suerte. El día declina, otro día de espera. Ojalá la generación que llega sea tan afortunada y hábil en la construcción del sistema político que merecen como lo son en el manejo de estos chismes demasiado avanzados para la generación que les ha precedido.