¿En qué momento se jodió el Perú, Zavalita?
En mi recuerdo, fue en 2002, una época de vino y rosas en la que la pasta se sobraba como la nata en un puchero hirviente, antes de que estallara la burbuja y se fuera todo a tomar p’ol saco, y nosotros también. Aquel año, las autoridades de la remota provincia subpirenaica donde discurren mis días invitaron a Mario Vargas Llosa para que pronunciara la lección inaugural de los cursos de verano de la universidad. Una apiñada tropa de prebostes locales atendía con expresión inerte el inane discurso de uno de los mejores novelistas del siglo XX, apenas aliviados por la musicalidad de su prosodia. Yo miraba aquellos rostros que no siempre podían ocultar el tedio de que eran objeto ante un mensaje destinado a halagarles, y me preguntaba qué hubieran hecho estos tipos, algunos notoriamente más fachas que don pelayo, treinta años atrás con el autor de La ciudad y los perros y Conversación en la catedral y con los admirados lectores que fuimos de esas obras con las que despertamos a la gran literatura. Seguramente, colgarnos a todos de un pino. Después de la ceremonia de inauguración de los cursos, Vargas Llosa pasó en la provincia unos días de turismo y regalo, objeto de diversos homenajes a cargo del erario público. En aquella circunstancia, aprendí una par de involuntarias lecciones que no dejaron de sorprenderme. La primera, el apetito del futuro premio Nobel por el reconocimiento mundano -algo que ya habíamos presenciado, en más grosero, de nuestro anterior Nobel nacional- y que en nuestra provincia no se eleva más arriba del nombramiento de cofrade honorario de la cofradía del pacharán o la imposición del pañuelico sanferminero con escudo municipal bordado en oro. La segunda lección aprendida fue la chocante falta de escrúpulos de un conspicuo liberal, partidario de la libre empresa, para disfrutar de comidas, alojamiento, transporte con chófer, etcétera, a cargo de los impuestos del común y sin más justificación que la provinciana obsequiosidad de las autoridades. Esta última perplejidad se disipó más tarde cuando supe, porque el mismo Vargas Llosa lo proclamó, que su modelo de político liberal era Esperanza Aguirre, un personaje que ha presidido, sin ella saberlo, claro, la mayor banda organizada en el país para el aprovechamiento privado, cuando no el saqueo, de la hacienda pública. Pelillos a la mar. Desde aquella remota fecha, el novelista ha seguido predicando el liberalismo y el libre mercado, azote de populistas y colectivizantes, gozando de toda clase de homenajes y compadreos, y escribiendo novelas de decreciente interés, que ni de lejos alcanzan las cimas literarias y morales que significaron sus primeros títulos, hasta conseguir el premio gordo del reconocimiento patrio, sin distinción de clases: el amor de Isabel Preysler. Ahora ha cumplido ochenta años, de lo que debemos felicitarnos, rodeado del establecimiento al completo. Hasta el periódico de referencia de cuyas páginas Vargas Llosa es icono habitual ha competido con la prensa del corazón y ha ofrecido a sus desencantados lectores una galería de imágenes del evento, como corresponde a una celebración «multitudinaria, cosmopolita y privada». Velas, flores, luces cálidas, estucos dorados, discursos evocadores, invitados trajeados y satisfechos… sin quererlo han publicado la noticia del velatorio de una época.