Una viajera me ofrece su asiento en el autobús. Mi reacción es instintiva: afirmo los pies en el suelo, aprieto la mano que me mantiene agarrado a la barra de seguridad y ensayo una sonrisa que quiere decir, ¿cree que lo necesito?, y respondo, no, gracias. La mujer, de unos cuarenta, vuelve su atención al pozo del iphone que tiene entre los dedos. Entonces sufro un episodio de coquetería senil y le digo: es la primera vez que me ofrecen el asiento. Ella levanta la mirada del móvil y casi se excusa, es por cortesía… La conversación, o su inicio, queda en suspenso y tengo la aciaga impresión de que me he metido en las arenas movedizas de las relaciones humanas. Por fortuna, ese día la ciudad ha registrado la primera y única nevada del invierno, ha habido atascos de tráfico y el transporte público circula abarrotado, así que la meteorología, esa aliada de las parletas vecinales, viene en mi ayuda. El tema se consume de inmediato; a esa hora, casi no queda rastro de nieve en las calles. Pero la viajera ha abandonado definitivamente la atención a su móvil y me está mirando. Recurro a un tópico infalible y muy adecuado a mi aspecto de abuelo al que se debe ceder el asiento. Voy a buscar a mi nieta a la guardería, le digo. A mi interlocutora se le ilumina la mirada: me habla de sus tres hijos y aclara que ha dejado de trabajar para criarlos y estar con ellos mientras crecen y que eso le supone un sacrificio económico, que es visible, pienso, en su aliño indumentario y un cierto descuido general de su persona.  Mi incorregible tendencia a la abstracción me lleva a pensar que estoy ante otra víctima de la crisis económica, ya saben, exceso de cargas domésticas, subconsumo, dificultades para la conciliación familiar, falta de servicios sociales, bajo salario, pero ella sigue hablándome de sus hijos, tres, la menor de los cuales tiene cinco años y es, dice con una imperceptible sonrisa de extrema vulnerabilidad, especial. Le pregunto si va a algún colegio y me da el nombre del que es alumna también mi nieta mayor, en el barrio al que se dirige el autobús, y me parece que, por la edad, deben ir a la misma clase. Se lo digo, me pregunta el nombre de mi nieta, se lo digo, y, en efecto, su hija y mi nieta van a la misma clase. Este descubrimiento le ilumina la cara de perceptible alegría. El autobús ha llegado a mi parada y nos despedimos. Más tarde, pregunto a mi nuera por esta mujer a la que debe conocer porque ambas pertenecen al mismo colectivo de padres. No sé su nombre (la falta de presentación es una manía típica de nuestra tribu)  y los datos físicos que le doy no le permiten identificarla pero eso tiene remedio: desenvaina su iphone y entra el grupo de cotilleo de las mommies del colegio y de inmediato recibe lo que el lenguaje policial llamaría una identificación positiva. Mi nuera resume la ficha: es una chica elusiva, que se mantiene al margen de las demás, y su hija padece algún retraso. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, ni siquiera puedo recordar el rostro de la viajera, pero sé que la oferta de su asiento era una petición de socorro.