Vale la pena recordarlo. El 11 de marzo de 2004, el país sufrió el mayor atentado terrorista de su historia y uno de los más sangrientos que se han registrado en Europa. Diez explosiones simultáneas en cuatro trenes de cercanías de Madrid y en la estación de Atocha provocaron 193 víctimas mortales y 1.858 heridos. La responsabilidad del terrorismo yihadista fue percibida casi de inmediato pero el gobierno del pepé, en funciones también en aquel momento, optó por desviar la atención de la autoría por el temor a los efectos electorales que podría tener esta evidencia, como, en efecto, así fue, y más tarde, durante al menos los cuatro años que duró la investigación del atentado, el juicio y condena de los culpables, en un proceso modélico, los agentes mediáticos al servicio del partido de la derecha destilaron toda clase de bulos, equívocos y suposiciones, incluida la denigración de una parte de las víctimas que no se plegaban a sus designios, con el fin de enturbiar la acción policial y judicial y, en consecuencia, la legitimidad de las acciones del estado democrático contra esta variedad del crimen organizado. La sociedad no es mejor después de un atentado, como ya nos había enseñado años atrás el terrorismo vasco. Al contrario, uno de los efectos de las deflagraciones, casi simultáneo al dolor y al desconcierto que producen, es poner de relieve la división de criterios, mezquindad de intereses y cortedad de miras, si no de la sociedad, aunque también, sí de los partidos políticos que la representan. Así que las declaraciones compartidas de condena a los atentados sirven de casi nada a efectos de seguridad y eficacia, excepto como profilaxis para que los partidos no se enzarcen a la greña después de un atentado y para llevar a la ciudadanía el mensaje, aunque sea retórico, de que la seguridad es un bien común. Estas enseñanzas de la historia reciente no parecen formar parte del acervo del más importante de los partidos emergentes, en el que cinco millones de ciudadanos hemos depositado nuestra confianza. Entre las múltiples perplejidades que tienen que digerir cada día los votantes del partido morado, o una parte de ellos, está el hecho de que no se sumara al pacto antiyihadista porque el «compromiso con lo que significa Europa, que tiene que ver con la defensa de las libertades, no pasa en ningún caso por la venganza». Un argumento extravagante, incluso en su sintáxis, que, literalmente, puede asociarse a un cierto moralismo pacifista, y, en la práctica, a la mera confusión política. Aún aceptando la complejidad de la lucha contra el terrorismo islámico y los desafíos que comporta para el estado y la sociedad, no siempre dispuestos a afrontarlos, lo cierto es que ningún partido puede soslayar en este caso la prioridad de la defensa y seguridad de la ciudadanía a la que representa. El partido de Iglesias no debiera permitir que se instalase la opinión de que detesta más a los partidos que firmaron el pacto antiiyihadista que a los yihadistas mismos. El error de distinguirse de la declaración común se repitió en mi pueblo tras los atentados de Bruselas, que el grupo municipal confluente con los podemitas se negó a condenar porque, agárrense, el término “condena es propio del lenguaje punitivo de la derecha, de los jueces y de la religión”. Si el asunto mereciera un chiste podría recordarse que, en efecto, los ejecutores de los atentados condenaron a sus víctimas con un lenguaje propio de la religión, pues ¿no lo hicieron acaso por mandato divino? Pero lo inquietante aquí es la inopia franciscana que parece alojada en nuestra tierna izquierda, que no debiera ser tan tierna por razones de experiencia histórica. En esta parte del país donde viven estos franciscanos sobrevenidos y quien esto escribe hemos convivido largas décadas con el terrorismo doméstico y hemos asistido en numerosas ocasiones a la renuencia a condenar atentados con la excusa de que también el estado ejerce la violencia. En el mejor de los casos, este argumento era una prueba inhabilitante de quien lo decía para ejercer tareas de gobierno y, en lo peor, el argumento apenas ocultaba la complicidad con los objetivos y los métodos del terrorismo. Los podemitas debieran guardarse de los mensajes moralizantes y aprender a manejar el lenguaje de manera más meditada. Los franciscanos, después de entablar amistad con las espigas, los pajarillos y las víboras del campo, sirvieron con la misma fe a los tribunales de la Inquisición.
Entradas recientes
Comentarios recientes
- Rodergas en Perdona a tu pueblo, señor
- ManuelBear en ¿A la tercera irá la vencida?
- Rodergas en ¿A la tercera irá la vencida?
- ManuelBear en ¿A la tercera irá la vencida?
- Rodergas en ¿A la tercera irá la vencida?
Archivos
Etiquetas
Alberto Nuñez Feijóo
Albert Rivera
Boris Johnson
Brexit
Carles Puigdemont
Cataluña
Cayetana Álvarez de Toledo
Ciudadanos
conflicto palestino-israelí
coronavirus
corrupción
Cristina Cifuentes
Donald Trump
elecciones en Madrid
elecciones generales 2019
elecciones generales 2023
elección del consejo del poder judicial
Exhumación de los restos de Franco
Felipe González
Felipe VI de Borbón
feminismo
Gobierno de Pedro Sánchez
guerra en Gaza
independencia de Cataluña
Inés Arrimadas
Irene Montero
Isabel Díaz Ayuso
Joe Biden
José María Aznar
juan Carlos I de Borbón
Mariano Rajoy
Pablo Casado
Pablo Iglesias
Partido Popular
Pedro Sánchez
poder judicial
Quim Torra
referéndum independentista en Cataluña
Santiago Abascal
Ucrania
Unidas Podemos
Unión Europea
Vladimir Putin
Vox
Yolanda Díaz