Jueves santo, un buen día para hablar del asunto porque de madrugada empezarán los latigazos, la corona de espinas, los clavos en manos y pies, la lanza en el costado, en fin, todo el repertorio de salvajadas que preside el origen de la religión que nos envuelve como una niebla y que nos sobrecoge porque la sentimos en la piel, en los huesos, en la carne, incluso en los tímpanos si eres vecino del campanero loco de la parroquia de San Miguel, y despierta un deseo irreprimible de huir a la playa o a disneylandia. La enseñanza de estos días aflictivos es inequívoca: todo empieza y termina en el cuerpo. Ninguna religión es más (inversamente) carnal que la católica. El cuerpo siempre está presente, como ofrenda, como promesa de aniquilación, así que mejor en la playa o en disneylandia, donde el cuerpo se torna liviano e intrascendente y el alma puede distraerse en fantasías. Aquí, lo primero es dominar el cuerpo, o triturarlo, si es preciso, una urgencia que explica la monotemática obsesión de los obispos contra el sexo y contra la dignidad que otorga vivirlo en libertad y de acuerdo con los propios sentimientos. Cualquier avance social en este campo alborota al episcopado de un modo sin parangón con cualquier otra causa, sea humana o divina. La última protesta obispal ha sido en Madrid, a cuenta de la ley autonómica de integración de las personas transexuales, que protege la identidad de estas y ampara su derecho a la elección de sexo. Una norma que protege los derechos de una minoría y no molesta a nadie. Excepto a los obispos, que, en su alarma, llaman a aquello que no comprenden, «un proyecto global planificado, científica y sistemáticamente, contra el orden de la creación y la redención». El culto católico al cuerpo se atiene a un modelo masculino y misógino. Los figurantes de la historia sagrada son, esencialmente, hombres. Los de estos días, por ejemplo, el reo, el procurador romano, el discípulo traidor, los sayones, los soldados, los sacerdotes, todos hombres de pelo en pecho y de luengas y notorias barbas; las pocas mujeres que habitan el drama están en la penumbra, cubiertas con un chador y llorando por alguna parte. Las dos únicas diosas del panteón católico, Eva y María, son sendas caricaturas; la primera, el boceto original de la femme fatale; la segunda, un ejemplo legendario de vientre de alquiler. Las personas transexuales trasgreden este relato amañado, devenido en cuadro litúrgico. Si la parroquia armó la que sabemos por cierto remozamiento de la moda indumentaria de los reyes magos, que más que personajes bíblicos son la comparse de los grandes almacenes, ¿qué no harán imaginándose a una orgullosa virgen con barbas al pie de la cruz o a un Judas que necesita las treinta monedas para convertirse en Rebeca o en Judith?
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