“Es lo que esperaba, o peor”, ha declarado una eurodiputada española después de salir de la sala de lectura donde los miembros del parlamento europeo pueden consultar los documentos de la negociación del acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y la UE, más conocido por su sigla en inglés, TTIP. La mezcla de curiosidad y espanto, de anhelo y repulsión, que revelaba la declaración periodística de la eurodiputada recuerda la expresión del rostro de Mia Farrow cuando, en la célebre película de Polanski, se acerca a la cuna donde berrea el hijo al que ha dado a luz, habido en cópula con el diablo, mientras los participantes en el discreto aquelarre de clase media que eran testigos de la escena contemplan con condescendencia a la atribulada mamá. La primera enseñanza de la película es que nunca sabes con quién te vas a la cama. Las condiciones de la consulta de los papeles del TTIP en el parlamento europeo abundan en el carácter conspirativo de lo que parece una coyunda con Satanás. Los europarlamentarios autorizados a la consulta –representantes electos de la ciudadanía europea, no lo olvidemos- deben firmar un compromiso de confidencialidad y despojarse de sus dispositivos móviles y otros materiales de registro, sean libretas de notas o grabadoras, para acceder a la reading room donde se custodian los papeles, y, una vez dentro, tienen un tiempo tasado para hojearlos y ninguna oportunidad de comentarlos, glosarlos o discutirlos en público. La escena, en efecto, se parece bastante a la conspiración de que es objeto la inocente Rosemary, tanto más cuanto que el TTIP representa bien todas las pesadillas que habitan la imaginación europea: desregulación laboral y comercial, asalto de las compañías privadas a los servicios públicos, invasión de transgénicos en la alimentación, en resumen, más poder a oligarquías económicas y empresas multinacionales y más desprotección a trabajadores, pequeños productores y ciudadanos en general. Al contrario de lo que pregonan los ideólogos del hegemónico neoliberalismo, la economía de mercado y la democracia representativa no son instituciones simbióticas, ni siquiera se llevan bien; en el mejor de los casos, su relación es fraudulenta o problemática, y en el peor, sencillamente conflictiva. La prueba es que la economía capitalista más pujante del mundo la dirige un partido comunista. La herramienta para lubricar las relaciones entre mercado y democracia es el poder ejecutivo, los gobiernos, tendencialmente reforzados para que, a la vez que representan a las poblaciones, sean dóciles a la racionalidad de los mercados. Cuando un gobierno tiene que elegir entre el mercado o el parlamento, elige, sin que lo parezca, el mercado. Una muestra, siquiera anecdótica de este estado de cosas, es el plantón que ha dado al parlamento español nuestro ministro de defensa en funciones, notorio ejecutivo de la industria armamentística. En la misma línea ilustrativa, el protocolo de secreto oficial que rodea la negociación del TTIP da noticia de la desconfianza que los poderes económicos sienten hacia la voluntad popular, a algunos de cuyos representantes conceden la oportunidad de curiosear en los papeles siempre que lo hagan con la boca cerrada y las manos sobre la cabeza. La eurodiputada que ha visto los cuernecillos al todavía nonato TTIP deberá superar el shock, recuperar el sentido y ponerse a trabajar para domesticar al diablo.
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Un apunte: El uso de transgénicos en alimentación no supone ningún riesgo ni para el consumidor ni para el productor. El rechazo que se tiene a los mismos es puramente ideológico y una muestra más de la tecnofobia que sufrimos los seres humanos ante cualquier avance que no acabamos de comprender. En 20 años no hay ni un sólo caso de intoxicación por la ingesta de alimentos transgénicos, cosa que no puede decir la agricultura ecológica por ejemplo.